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Reportaje:07 Gente de 'Centropa' | LECTURA

Un reino de patatas

En el año 1989, las granjas agrícolas del Estado polaco, que empleaban a cerca de medio millón de trabajadores, los cuales mantenían con sus sueldos a cerca de dos millones de personas, se hallaban en una situación crítica, cercana a la implosión como el mismo régimen comunista. Con el objetivo de racionalizar el empleo y poner en marcha su privatización, tres años más tarde se creó la agencia de la propiedad rural del Tesoro del Estado. El Tesoro ofreció incentivos fiscales y burocráticos muy apetitosos a los inversores y profesionales extranjeros que quisieran ir a Polonia a hacerse cargo de esas granjas ruinosas pero riquísimas en posibilidades. La Baja Silesia ha notado muy rápidamente los resultados de esta y otras políticas de incentivos a la inversión y ahora es una de las regiones de desarrollo más acelerado en el gran país centroeuropeo, cuya competitividad tanto asusta a la vieja Europa. La retahíla de pueblos agonizantes que constituían la comunidad de Katy Wroslawskie (Esquinas de Wroclaw) ha pasado de ser el próspero centro de una región que cobra nueva vitalidad y valor estratégico en la ampliada Comunidad Europea. Krobielowice, Gniechowice, Sadkow y otras localidades satélites de Katy se han convertido incluso en zonas residenciales para vecinos adinerados de Wroclaw, la capital regional. Sus mansiones de nueva planta se alzan al borde de las carreteras provinciales como símbolos de prosperidad entre otras viviendas más modestas y descuidadas, las de los pequeños granjeros polacos que malviven de su patatal.

El Tesoro del Estado ofreció incentivos fiscales muy apetitosos a los inversores extranjeros
"Esos forasteros no contratan gente. Se han traído máquinas tan modernas que no lo necesitan"
"Esta tierra negra, la mejor de Polonia, no da nada, no quiere a nadie", comenta la juez de paz Irena Kotala

Ahora da gozo ver Katy Wroslawskie, está irreconocible. Desde su despacho, el alcalde, Antoni Kopec, un hombre jovial y atlético, en mangas de camisa, con el cabello rasurado a la prusiana, irradia actividad y satisfacción por todo el Ayuntamiento. Actualmente, en su segundo mandato, atribuye el cambio -emigrantes que regresan porque saben que hay nuevas oportunidades de ganarse la vida en su pueblo, los dos mil puestos de trabajo creados en el último año, las nuevas carreteras de circunvalación que dejan el centro de la ciudad exento de tráfico, el patrimonio arquitectónico e histórico restaurado y recién pintado, el surgimiento, entre los ciudadanos, de un nuevo sentido de pertenencia al lugar- a que la gestión del Ayuntamiento es cosa de "un puñado de amigos", y a la política amistosa para con los extranjeros. "Amistad" es su palabra.

-Nuestro éxito es la amistad -afirma, reluciente de satisfacción-. ¿Quiere usted instalar aquí una empresa? Le vamos a ayudar. Le vamos a facilitar la burocracia. Le ablandaremos los impuestos. Si usted es un inversor considerable, saldremos de nuestro camino para complacerle, como ya hemos hecho con tantos otros antes que usted. Pregunte, hable con la gente y verá...

Quiero hablar con Ronnie Luteijn, según la edición local del Newsweek, el "agricultor del año": un ingeniero agrícola holandés que hace 10 años se acogió a estas ayudas y alquiló al Estado, por un lapso de 15 años, una de las mayores granjas de patatas, cebollas, zanahorias, remolacha, cebada y trigo de Polonia. Ahora vende sus cosechas en el mercado interno y en media docena de países. Él no se acuerda, pero nos conocimos hace seis años en el jardín del restaurante Zorba, de Wroclaw, un lugar supuestamente encopetado, amenizado por unos rusos con trajes folclóricos que tocaban el arpa y la balalaika, y una cantante chiflada zapateaba por el escenario: una clase de lugar, de espectáculo, de lujo miserable, propios de la transición. Propios, también, de nosotros, de nuestra posición en el mundo. Entonces, Ronnie era un joven comunicativo, ilusionado, y estaba endeudado con los bancos hasta las cejas.

Pero antes de rendirle visita, me detengo a charlar con tres señores que están echando el pitillo en una esquina de Katy Wroslawskie. Tampoco hay tanta gente para escoger en estas calles limpias y desiertas. Estos tres son prejubilados que perdieron la salud en una acería insalubre ya cerrada. Aún se emplean esporádicamente en la construcción, en la cosecha de espárragos o de fresas. Tal como cabía esperar, su entusiasmo por los inversores extranjeros y el progreso de la región es mucho más matizado que el del alcalde:

-Esos forasteros no contratan gente -dice el primero-, se han traído máquinas tan modernas y avanzadas que seres humanos no necesitan.

-Todo el mundo está emigrando a Gran Bretaña -musita el segundo-. Es una lástima: Katy es tan bonito...

-Mi hijo el mayor trabaja en Alemania -confirma el tercero-. El pequeño se va a ir a Irlanda, mi hija está allí desde hace ya 10 meses.

Junto a la iglesia medieval de San Pedro y San Pablo hay un parque, y en el parque, un banco donde una mujer sola, ya entrada en años, fuma concentrada en sus pensamientos. Tiene los ojos velados tras los gruesos lentes de color castaño, el vestido morado le llega hasta los pies. Se llama Jedwiga y es la viva imagen de la desolación. Ha trabajado, me dice, durante 20 años en un orfanato, hasta que lo cerraron. (Se ensaya con éxito, en lugar de los orfanatos tradicionales, una institución nueva, las "casas familiares": el Ayuntamiento subvenciona a una familia que se hace cargo del crecimiento y educación de un máximo de cinco huérfanos hasta que cumplen los 18 años; entonces pasan al cuidado del Estado, que les ayuda a encontrar empleo y habitación). Jedwiga está sola, sin empleo, sin dinero; para colmo, los modestos ahorros de toda su vida se los ha robado un timador argentino especialista en timar a jubilados.

-En mis tiempos -suspira ella- todos ganábamos lo mismo, no había envidia entre la gente, sino solidaridad y calor humano... Hoy, en cambio, todos nos odiamos.

¡Pobre Jedwiga! Se queda escuchando desde el pequeño parque los cánticos de acción de gracias que salen de la hermosa iglesia gótica. Ella, si pudiera reunir ánimos, tomaría el microbús que bota por estas carreteras para ir a buscar trabajo a Wroclaw, pero ¿de qué le iba a servir? No encontraría trabajo y perdería el coste del billete.

El microbús me lleva a la aldea de Sadkow. Entre sus casas dispersas alrededor de la carretera y sus minifundios tiene su sede el emporio de Hedro Farms: un edificio dieciochesco, en medio de un parque con sauces llorones, que antes de la guerra fue la casa solariega del barón alemán "Rothkireg", me dicen; quizá se trate de Edwin Graf von Rothkirch, general de caballería nativo de Militsch, no lejos de aquí, que dirigió una división de panzer de victoria en victoria hasta la derrota final, y fue capturado en 1945 en Bitburg. Recientemente, un pariente del barón vino a visitar la irrecuperable casa solariega. Encontró los balcones erizados de antenas parabólicas, y los salones desnudos, con el suelo forrado de linóleo. El Ejército soviético, en su avance de 1945 hacia Wroclaw, quemó la biblioteca, los muebles. Luego el palacio sirvió de sede a una granja estatal. Algunas habitaciones han sido acondicionadas para servir de oficinas a Hedro Farms.

Más allá del caserón se abre una explanada con 15 edificios, entre naves de embalaje, de almacenamiento y garajes. Y ahí se acaba la historia y empiezan los campos de patatas hasta el infinito, bajo un cielo inmenso. A lo lejos anda en su tractor el centinela que vigila que no venga la gente a saquear los surcos. Y más allá, la autopista A4 que se lleva los productos hacia Wroclaw, Praga y otras ciudades.

¡Cuánto ha cambiado el ingeniero holandés! Cuando nos contaba en el restaurante Zorba anécdotas sobre la dureza extrema de la vida en Kajastán, donde había hecho su bautismo de fuego durante la primera mitad de los años noventa, como delegado de una empresa de maquinaria agrícola, enseñando su funcionamiento a los trabajadores de un remoto koljós, era un joven delgado, de sonrisa fácil y nerviosa. Lo tomé por una mezcla de personaje virgiliano -"Tú, a la sombra de la ancha haya recostado, meditas cantos pastoriles al son del caramillo"- y aventurero de Conrad, sólo porque era campesino y holandés. Fui tonto al aplicar sobre él tales clichés. Al regreso del Kajastán, Ronnie y dos socios, copropietarios de una pequeña, insuficiente explotación agrícola en Holanda, se pasaron un año visitando 150 granjas por toda Polonia, en Poznan, Gdansk, Cracovia. Llevaban consigo una pala y hurgaban la tierra. Aquí dejaron de buscar: la tierra es excelente; el clima, benigno; la mano de obra tan barata como en el resto del país, y los mercados potenciales están cerca: a 300 kilómetros, Berlín, Dresde, Praga, Budapest; a 400, Viena... Y en el área de Katowice, en la industrializada Alta Silesia, 10 millones de personas necesitan comer un par de veces cada día...

El ingeniero holandés camina entre las naves y almacenes de su reino de tubérculos, uno de los mayores de Polonia, como un vaquero. Lleva gorra de visera, viste camiseta y bermudas, y calza zuecos de su país; ha echado tripa, y en general su aspecto denota al hombre asentado en una vida rústica, menos virgiliana que elemental. Aquí las noches han de ser largas y al amanecer aguardan como cada día las patatas hasta el horizonte. En el adquirido laconismo del holandés quizá haya el lógico recelo ante el periodista, o pereza de esa actividad tan poco práctica que es hablar.

"Me he endurecido", dice. "Dirigir una granja agrícola no es tarea fácil, créame; para hacer este trabajo hay que ser duro; has de estar todo el día con el ojo abierto... Cuando nosotros empezamos, hace 10 años, aquí estaban empleados 70 trabajadores. Después de observar quiénes trabajaban y quiénes vivían como parásitos de sus propios compañeros y del Estado, nos quedamos con 25 y despedimos a todos los demás. Ahora tenemos de nuevo 70 trabajadores, pero todos son buenos. Hoy día los campesinos polacos son los más competentes de Europa...".

Ha saldado ya sus deudas con los bancos, se ha casado con una joven de Wroclaw, tiene un hijo robusto. Los años por delante serán los de las vacas más gordas. Los holandeses se llevan bien con todo el mundo y aspiran a renovar el contrato de alquiler de las tierras por otros 15 años, también a comprar parte de ellas, si la ley se lo permite, ahora que Polonia forma parte de la CE, y si reúnen dictámenes positivos de los vecinos y de las autoridades locales. Luego, paseando por los caminos de tierra de Sadkow hago recuento, y me percato de que en 10 años de lucha la gran explotación agrícola no ha generado ni un puesto de trabajo. Quizá garantizar los que había sea ya un gran éxito. Mientras tanto, siguen llegando inversores extranjeros; el último, ese señor alemán que se dedica a los espárragos y que ha levantado esa nave reluciente, con el techo de un rojo resplandeciente.

La juez de paz del pueblo, la señora Irena Kotala, me ve zapateando por los descampados, en busca de un importador de motocicletas de China, un importador de azulejos de España, un fabricante de colchones, otro de jamones y salchichas, y otros empresarios y pilares de esta nueva sociedad con los que me gustaría charlar un rato antes de irme y dar por terminada esta serie de apuntes sobre Centropa. Me invita a un café en el jardín de su casa, frente a la carretera. Su hospitalidad es tan cálida y familiar que renuncio a ver a aquellos pilares de la sociedad y me quedo a ver pasar los coches. La señora Kotala tiene una casa de dos plantas que financió con su trabajo durante un año y medio en California, haciendo de niñera para los hijos de un actor llamado Fred. Sus hijos están acabando de construir con sus propias manos una segunda casa, muy cerca, para vivir en ella, si es que no acaban emigrando, que es su destino, dice ella. La familia posee cuatro hectáreas de terreno donde cultivan fresas y patatas, pero se pagan ocho euros ruinosos por cien kilos de patatas. Así no hay manera. El hijo mayor trabaja en una empresa americana con sede en Wroclaw, por un salario de 300 euros al mes, y le resulta imposible ahorrar ni un céntimo; el menor está a punto de irse a América a pasar un año en casa de sus antiguos patronos, el actor y su esposa. El otro día, en el curso de una reunión, el alcalde de Katy, el señor Copec, le explicaba a ella y a otros representantes de las aldeas las ventajas para todos que se derivarán del ingreso en el mercado común europeo. Pero la señora Kotala no cree en el optimismo del señor Copec. En esta comunidad viven 600 personas, dice. De ellas, seis familias son ricas, las demás, pobres: pagan en el supermercado con papelitos y a fin de mes, cuando cobran el sueldo, saldan la deuda; la clase media ha desaparecido. Los hombres emigran a Alemania. Días ha habido en que yo y mi familia nos hemos sustentado de patatas y leche, dice.

En ese momento llega un viejo campesino a pagar la contribución por la limpieza del canal de desagüe. Posee dos hectáreas, paga siete zlotys. La gente que tiene tierras más extensas paga tres euros y medio por hectárea, me explica la señora Kotala, extendiéndole un recibo.

Por la carretera frente a la casa van pasando los coches. Irena habla con simpatía de los holandeses. No cree que ni siquiera ellos estén haciendo un buen negocio. Este error es tan obvio, que pienso que tal vez se equivoque también en sus otras apreciaciones pesimistas. Es evidente que es una mujer inteligente y sensata, pero quizá también se queje por costumbre o por carácter.

Esta tierra negra, la mejor de Polonia, no da nada, no quiere a nadie, dice. Ella ha sido extranjera en Estados Unidos y en Alemania, y pronto lo voy a ser en mi propio país, dice. La conversación sobre los forasteros, sobre la emigración, sobre el dinero y la pobreza, le lleva a pensar en Fred y su mujer, a los que es evidente que le une una relación afectuosa, más estrecha y cálida que la que suelen mantener amos y criados. Hace poco, el actor y su mujer estuvieron aquí de visita. Sólo el viaje les costó entre 60 y 70.000 dólares, pero él, el pobre, está enfermo, de cáncer. Créame, lo mejor es la salud, concluye la señora Kotala.

Dos de los empresarios holandeses afincados en la Baja Silesia
Dos de los empresarios holandeses afincados en la Baja SilesiaI. V.-F.
Irena Kotala, juez de paz de Sadkow, a la izquierda, acompañada por una campesina del pueblo.
Irena Kotala, juez de paz de Sadkow, a la izquierda, acompañada por una campesina del pueblo.

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