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Columna
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El enemigo en casa

Aunque imprescindibles, de poco servirán los más estrictos controles policiales fronterizos para desenmascarar y desarticular las células yihadistas en Europa porque, como señalaba recientemente The Economist en un documentado estudio sobre el terrorismo islamista en Europa tras los atentados de Londres, los yihadistas se encuentran en nuestro entorno, "entre nosotros". Unas veces son emigrantes radicados en el país, como en Madrid; otras, nacionales de segunda o tercera generación, como en el caso de Londres. Ninguno venía de Irak, Afganistán, Chechenia o Palestina. Todos formaban parte de mini-células alimentadas localmente o dirigidas desde fuera, una vez producida su radicalización, generalmente vía Internet, por uno o más veteranos de esos conflictos. Como en el 11-S, a todos les unía un denominador común: el odio a los valores democráticos y de libertad, de respeto a los derechos civiles y de igualdad de sexos representado por Occidente, conjugado con una errónea interpretación del islam que no sólo justifica, sino que premia con el Paraíso, cualquier ataque contra "objetivos infieles y judíos".

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El asesinato del director de cine Theo van Gogh por un joven holandés de ascendencia marroquí -según su propia declaración en el juicio, "en nombre del islam"- por atreverse a denunciar en una de sus películas las vejaciones que sufre la mujer en una parte del mundo islámico constituye un ejemplo dramático de ese virus que afecta a las sociedades occidentales y que está produciendo un giro dramático en la forma de afrontar el peligro terrorista por parte de los gobiernos. Sin olvidar la infiltración extranjera, las autoridades concentran ahora sus máximos esfuerzos en las potenciales amenazas locales. Lo advertía hace más de un año el jefe de la unidad antiterrorista de Scotland Yard, Peter Clarke, a raíz de la detención de ocho integrantes de una célula local con media tonelada de nitrato amónico en su poder, destinado a volar un edificio emblemático de Londres. Todos los detenidos eran nacidos en Gran Bretaña y de origen paquistaní. "Antes, la percepción era que la amenaza terrorista provenía del exterior. Pero [en este caso] todos eran británicos", decía Clarke en una conferencia pronunciada en Florencia en junio de 2004. "Por eso", añadía, "los parámetros han cambiado radicalmente". El 7-J y el 21-J demuestran que Clarke tenía razón. Como cambiaron en Holanda al comprobarse los lazos del asesino de Van Gogh con miembros del grupo Hofstad, acusados ahora de las benéficas intenciones de volar el aeropuerto internacional de Schipol, el Parlamento holandés y un reactor nuclear.

Y ¿cómo se combate ese fanatismo que convierte a vecinos aparentemente normales en asesinos de civiles inocentes, muchos de ellos correligionarios, como en Madrid, Londres, Nueva York, Casablanca o Sharm el Sheij? Primero, con un endurecimiento de las leyes antiterroristas. Entre el extremismo de Guantánamo y la Patriot Act y el supergarantismo del Tribunal Constitucional alemán -ciertamente no por su culpa, sino por la del Bundestag- existe una vía intermedia, draconiana, pero necesaria, que es la adoptada por Tony Blair cuando anunció en los Comunes que "las reglas del juego han cambiado" y que "vivir en el Reino Unido implica el deber de aceptar los valores del sistema de vida británico". Por eso ha enviado al Parlamento un conjunto de leyes, entre las cuales figura una particularmente destinada a los fanáticos locales: la expulsión del país de aquellos que "incluso indirectamente" inciten a la violencia. Lo destinatarios están claros.

Los atentados de Londres, como las amenazas en otras capitales europeas donde se ha apostado por el multiculturalismo -la proliferación de fidelidades diversas en una misma sociedad-, frente a la integración total patrocinada por EE UU -E pluribus, unum (de muchos, uno)-, plantea también la idoneidad del sistema. Un ejemplo. De los seis millones de musulmanes, tres de ellos árabes, que viven en EE UU, un millón residen en el Estado de Michigan, y más de medio millón, en su principal ciudad industrial, Detroit. ¿Han detectado ustedes alguna célula terrorista? El FBI, tampoco.

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