El reino dormido de Buda
Bagan, una de las deslumbrantes ciudades de Birmania, es también un fascinante recinto arqueológico de Asia. El lugar donde reina Buda conserva los más bellos templos del mundo, lugares mágicos que atrapan por su belleza.
Aunque no está claro que lo viera con sus propios ojos, Marco Polo lo describe como si realmente fuera una ensoñación que le obligara a parpadear una y más veces. Se refiere a dos torres, "una de bellas piedras, cubierta luego por fuera de placas de oro de un dedo de espesor", "la otra de plata semejante e igual de bien hecha que la del oro del mismo grosor y del mismo modelo, también con campanillas de plata". Era la deslumbrante capital (Bagan) del reino de Mien, pues ése era el nombre en chino con que se conocía en tiempos de Kublai Khan este pequeño reino al este del golfo de Bengala. Entonces era una ciudad relativamente joven, pero pujante; llena ya de bellísimas construcciones en ladrillo y madera, algunas de las cuales son las que ahora arden como cerillas en este atardecer a orillas del río Ayeryarwadi, donde se encuentra el hotel.
"Ninguna otra ciudad alberga tantos templos y con tantas formas"
Las 'estupas' guardan algún cabello o pedazos de la anatomía de Buda
El monzón hace que las aguas bajen renegridas y agitadas en esta época del año, pero se suavizan casi con dulzura en la seca llanura tostada por un sol espeso e inclemente. No es posible adivinar desde aquí la enorme extensión de estas ruinas que salpican el horizonte, y que son, junto con Angkor Vat en Camboya, el mayor y más fascinante recinto arqueológico de Asia. Sólo en los dos siglos de máximo esplendor que van del XIII al XIV se alzaron casi 4.500 templos y pagodas (estupas) junto a otros edificios de importancia; de ellos, y según el arqueólogo birmano U Aung Kyaing, han sobrevivido 2.230 con diversos tamaños en una superficie que ocupa en la actualidad unos 40 kilómetros cuadrados. En el siglo XIII, la ciudad entró en lento declive con la ocupación de los mongoles; pero después, terremotos, saqueos e incendios no han podido con este camposanto de la arquitectura civil y religiosa que sólo recibió la atención de la Unesco tras el último terremoto de intensidad 6,5 en la escala Richter que se registró en el lugar en 1975. Bagan es uno de los lugares más extraordinarios del mundo.
"Cuando el Gobierno nos echó de aquí, mi madre no dejó de llorar hasta que empezó a ver las ventajas de tener una casa más grande. Ahora estamos contentos, cada vez vienen más turistas y hemos ampliado el negocio". El negocio consiste en un garito de alquiler de bicicletas para turistas importadas de China que a las ocho de la mañana ya están todas circulando, por lo que habrá que contratar un carrito de caballo con toldilla y chófer incluido: una fórmula algo más cara y lenta, pero una bendición cuando el sol empieza a rajar como un cuchillo la polvorienta llanura que parece no tener fin. Las familias que vivían aquí hasta 1990, en la vieja aldea de Old Bagan, cuyo esqueleto aún persiste en un lateral del recinto, fueron echadas con cajas destempladas en tan sólo una semana. Para ellas se creó el asentamiento de Bagan Myothit, bastante más alejado; pero aun así la mayoría de sus habitantes ha conseguido mejorar su nivel de vida trabajando para los miles de turistas que llegan al lugar, y cuyo número se incrementa cada año.
Lo que diferencia a Bagan del catálogo de otras maravillas del mundo es el silencio en el que ha vivido ausente hasta los últimos 30 años. Silencio, se entiende de puertas afuera, pues de acuerdo a la opinión de Paul Strachan, el principal investigador del arte y la historia de esta vieja ciudad, "Bagan ha seguido siendo un importante centro cultural probablemente hasta nuestros días". Pero si exceptuamos el relato que hace Marco Polo de la ciudad con motivo de la batalla previa que originó la expedición de los tártaros, y del elogio que le dedicó James Scott, el viajero inglés del XIX -"Pagan es, en muchos sentidos, la ciudad religiosa más extraordinaria del mundo. Jerusalén, Roma, Kiev, Benarés: ninguna alberga tantos templos con tal prodigalidad de formas y de ornamentos como esta prodigiosa y abandonada capital situada a orillas del río Irawadi"-, esta joya pasó inadvertida a todos aquellos viajeros que desde el siglo XIX desembarcaron en este país, desde Kipling hasta Somerset Maugham, desde Pierre Loti hasta Georges Orwell, que fue funcionario de la policía colonial británica en Rangún (hoy Yangon). Y por supuesto, a Pablo Neruda y su insoportable estancia como cónsul de Chile en Rangún: "El Oriente me impresionó como una grande y desventurada familia humana, sin destinar sitio en mi conciencia para sus ritos ni para sus dioses". El poeta desgrana en las cartas y artículos escritos desde Rangún una letanía de desencuentros que le incapacitan para amar ese "mundo violento y extraño" que es para él Oriente.
Para él y probablemente para pocos más, pues escasos son los lugares en el mundo que seducen por la inabarcable capacidad de dulzura y delicadeza que desprende esta sociedad radicalmente amable. Bagan es el referente de espiritualidad que aún ilumina la historia de este país y confiere a sus habitantes esa vaga sensación de andar flotando sobre los asuntos terrenales, y eso que han de soportar la bota de una de las dictaduras más crueles del mundo. Pero en esta luminosa y ardiente mañana, el ritmo pausado de la carreta nos deja empaparnos lentamente de un espectáculo sorprendente: el que ofrecen miles de ruinas en una alfombra puntiaguda que se extiende hasta el horizonte de una inmensa llanura. Como ocurre a menudo, sus fundadores, allá por el año 849, vieron en este recodo del río el lugar adecuado para establecer un asentamiento que podría beneficiarse del tránsito de las caravanas de mercaderes chinos e indios. Además, no andaba lejos del monte Popa, el centro religioso de los nats, los 37 espíritus que aún hoy dan un toque de paganismo a la religión mayoritaria birmana: el budismo theravada. Fue el rey Anawrahta (1044-1077) quien impuso esta tendencia, que se solapó a la mezcla de budismo mahayana y brahmanismo que imperaba hasta aquel momento. Durante su reinado, la nobleza de la corte, junto al clero budista, se entregó a una pasión constructiva que puso en pie la mayor parte de los templos y pagodas cuyos restos se aprecian todavía y de numerosos kyaung (monasterios) levantados en madera, demasiado frágiles para resistir el paso de los siglos.
La extraña armonía del conjunto quizá tenga justificación en la influencia del estilo del budismo mahayana desarrollado en el noreste de India que se imbricó en esta zona y que la transformó, dando lugar a un estilo único y ecléctico. Anawrahta fue el gran unificador e hizo que Bagan se transformara en la capital política y espiritual más importante de la zona, fusionando la cultura de los primeros pueblos mon con los bamar, formando el núcleo de los actuales birmanos. Él fue quien emprendió la construcción del templo de Ananda, uno de los más imponentes y mejor conservados, imagen habitual en los millones de folletos turísticos que se distribuyen por el mundo. Su imagen de marca es la bellísima torre (sikhara) blanca y puntiaguda que se eleva sobre seis terrazas y cuatro estupas más pequeñas que encierran la imagen de Buda multiplicada en 1.424 esculturas. Algo dañado en el terremoto de 1975, pero reconstruido con esmero, el conjunto sagrado aún cobija un pequeño monasterio con importantes pinturas murales del siglo XVIII.
Anawrahta no lo vio terminado -murió poniendo broche a una vida poco común con el menos común ataque de un búfalo-, pero el templo lo acabó su sucesor el rey Kyanzittha, que lo consagró al primo y discípulo predilecto de Buda, el dulce Ananda. Todas las edificaciones posteriores lo tomaron como ejemplo e inspiración.
Nuestro guía y mulero es como casi todos los demás, un habilidoso mago a la hora de manipular la secuencia de las sorpresas para ganarse la entrega incondicional del cliente con el más que bien ganado objetivo de una generosa propina. El paso siguiente es llevarnos al templo de Mingalazedi, que no es ni el más alto, ni el más hermoso, pero sí el que dispone de una terraza lo suficientemente sólida como para aguantar el impacto de cientos de turistas trepando por sus escalones en busca de lo que ven los pájaros sin tanto esfuerzo: una soberbia panorámica de los templos y edificios de Bagan hasta donde lo permite el horizonte.
A Bagan hay que ir sin prisas. Hay que dedicarle algunos días para conseguir aclimatarnos a los detalles bajo el ritmo cambiante de la luz; de lo contrario, la barroca y apresurada visión de conjunto produce borrachera visual, una especie de anomia que embota los sentidos. Hay que dejar espacio a una cierta gramática de la percepción, como aquel juego que se impuso hace unos años que consistía en mirar fijamente un entramado de signos hasta que se transparentaba una imagen. Con tiempo es como se puede disfrutar de un amanecer insólito desde la terraza de la pagoda Minyeingon, cercana al hotel Bagan, o planificar estupendas puestas de sol junto al río Ayeryarwadi sentados sobre la pagoda Lawkananda, cercana al pueblo nuevo. Toda visita debería incluir los templos de Gubiaukg-yi (siglo XIII) y sus frescos; Thatbynnyu (siglo XII); Gawdawpalin, considerado un buen representante de la escuela de Bagan; Lawkahteikpan, por sus pinturas murales; Nathlaung Kyaung, por ser el único hinduista consagrado a Visnú, y sobre todo la gran pagoda Shwesandaw y la de Shwezigon, modelo de todas las estupas que se fueron construyendo en siglos posteriores a lo largo del país -unos dos millones en total- y que recuerdan la silueta de una campana. La Shwezigon, como tantos otros edificios religiosos, da buena cuenta del eclecticismo religioso que impregna esta sociedad al prestar un lugar elocuente a las figuras de los 37 nats (espíritus paganos) que gobiernan la vida y el pensamiento birmano; aunque sólo se trata de copias, pues los originales desaparecieron a manos de un desaprensivo coleccionista italiano.
Las estupas encierran casi siempre algún pedazo de la anatomía de Buda, por minúsculo que sea. A menudo contienen uno o varios cabellos, lo que no deja de ser un símbolo curioso al contemplar la estilización estética de estos relicarios elevándose como una flecha hacia el cielo, y cuyas cúpulas se barnizan de pan de oro. Como sus vecinos Laos y, en menor medida, Tailandia, el brillo dorado de las cúpulas es la imagen más persistente que queda grabada en la memoria. Los primeros ingleses que desembarcaron en Yangon bromeaban refiriéndose a la más famosa e impactante de las pagodas birmanas, la Shwedagon, asegurando que contenía más oro que todas las arcas juntas del Banco de Inglaterra, sin contar la pedrería: 5.448 diamantes, junto a 2.317 rubíes, zafiros y topacios, situados fuera del alcance de la mano depredadora de los humanos. Ambas estupas (Shwezigon, en Bagan, y Shwedagon, en Yangon) son los dos grandes iconos de la religiosidad birmana. La primera, dada su proximidad al río, es una de las imágenes que primero saludan y después despiden al visitante, que, casi inevitablemente, entra y sale de este impactante lugar utilizando uno de los ríos más majestuosos de Asia: el Ayeryarwady.
Todas las áreas visitables de Birmania -pues existen zonas restringidas cercanas a las fronteras de Tailandia, China y Laos- forman una especie de rectángulo central atravesado de norte a sur por ese río soberano, navegable en la mayor parte de su recorrido, que nace en las faldas del Himalaya y muere en el golfo de Martaban, dislocándose en un tenedor de nueve brazos. Aguas arriba, y a unas cinco horas en el Express Boat estatal, se encuentra Mandalay, antigua capital del reino y centro religioso del país, y a varios días de navegación hacia el sur se llega a Yangon, la actual capital levantada por los ingleses, la misma que horrorizó al siempre apasionado escritor viajero y marino Pierre Loti -"¡Oh! ¡Qué asombrosa fealdad se nos aparece! En las orillas antaño idílicas del Irawady, los nuevos conquistadores han vomitado chatarra, hulla, altos hornos que apestan el aire "- cuando la visitó a principios del siglo XX haciendo un viaje relámpago para conocer la pagoda Shwedagon, que ya entonces era algo más que un puñado de edificios: una auténtica aldea espiritual llena de fervor, pero también de bulla pausada y agitación contenida.
A pesar de todo, visitar Birmania se ha convertido, dada su situación política, en una cuestión moral que atañe a la responsabilidad del viajero. Tras la colonización británica, la invasión japonesa, el acceso a la independencia en 1948 y la toma del poder por sucesivas dictaduras militares, el país celebró unas elecciones democráticas en 1990 que fueron ganadas ampliamente por Aung San Suu Kyi, la hija del líder independentista asesinado Bogyoke Aung San. Los militares jamás aceptaron el triunfo, y desde entonces, en diferentes periodos, sometieron a Aung San Suu Kyi a un arresto domiciliario en su casa de Yangon negando al país cualquier posibilidad de desarrollo democrático. La concesión de numerosos premios internacionales a esta valerosa mujer -entre ellos, el Nobel de la Paz en 1991-, la solidaridad internacional con la causa y los sucesivos embargos económicos no han conseguido doblegar la voluntad de los dictadores. De la misma manera, existe un desacuerdo internacional en cuanto a aceptar la nomenclatura de sus ciudades y la del propio país que volvió a introducir la junta militar en 1988, eliminando los nombres ingleses y reintroduciendo los antiguos. Así, Birmania ha pasado a ser Myanmar; Rangún es ahora Yangon; Pagan es Bagan, y el, para nosotros, bonito y sonoro Irawadi es ahora el Ayeryarwadi. Todas las guías de viaje informan de la petición de boicoteo al régimen que pide la oposición rogando que no se visite el país; pero, frente a esta demanda legítima, también está la del derecho de conocer la realidad luchando desde otros frentes políticos sin por ello privar a la población del dinero que reparte el turismo. Una cuestión compleja ante la que cada cual debe hacer su propia elección consciente.
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