Atardecer de verano

Dice Piglia, en esa brillante reflexión sobre la lectura, o más bien sobre qué es el lector (El último lector, Anagrama), y en unas no menos brillantes páginas dedicadas a Borges, ese homúnculo por obra de la alquimia, ese golem de la literatura en castellano o en islandés antiguo, que aparece cada 33 años en una inaccesible ventana de un cuarto circular que no tiene puertas en el gueto de Praga (hay en esta frase última palabras de Borges depositadas en el prólogo a El Golem, la célebre novela del austriaco Gustav Meyrink); dice Piglia que como hay una relación entre la lectura y lo real, hay también una relación entre la lectura y los sueños, "y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia". Borges es también un signo cabalístico o masónico que une lecturas al azar, pero enlazadas: y este lector recuerda un relato del argentino Álvaro Abós (la visita al maestro ciego; la ceguera: ese largo atardecer de verano), y las páginas sugestivas y recientes dedicadas a Borges por sus paisanos Alan Pauls y Piglia (los argentinos antes descendían de los barcos, ahora, acaso, de Borges), y muy recientemente pude premiar una novela corta de un escritor peruano que sueña que es un profesor universitario, un borgiano, y visita al maestro antes de morir en Ginebra pues le interesa comprobar un nombre que aparece en una línea de ese hermoso relato, "Emma Zunz", y Borges, extraviado, le cuenta oralmente otra posible versión, una vuelta de tuerca del cuento recogido en El Aleph, y ahora cae en mis manos este libro de la joven Blanca Riestra (no argentina, gallega), Premio Tigre Juan, de Oviedo, y nos topamos con otro borgiano que visita al

..., etcétera, y aquél le cuenta su último sueño, le proporciona los materiales con los que se hacen sueños y novelas, y ese sueño, esa novela que nunca escribió Borges, trata de alquimistas y nigromantes, de brujas y príncipes, de esa Praga mágica -el término lo ha acuñado el italiano Angelo Maria Ripellino-, la de la época, tenebrosa y científica, de Rodolfo II, aquel rey loco, cuerdo, heterodoxo, satánico, cruel, lo que fuera. Y con todo ello Blanca Riestra ha escrito una novela sumida en tinieblas, con cierta peste a azufre, un relato tal vez excesivamente lastrado por homenajes e influencias y que se nos ofrece con la tarjeta de recomendación del viejo Borges, aunque la presencia de éste en el mismo no acabe de justificarse del todo. En fin.