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FIESTAS DE LA BLANCA
Columna
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Gratitud en agosto

Las imágenes que llegan desde el Cantábrico y el Mediterráneo son agobiantes. Esas gentes ociosas que se achicharran entre bloques de cemento, familias gritando "Grande es la Playa", pueden contagiar entusiasmo, pero sus esposas, hermanas e hijos tostados, yaciendo sobre desperdicios de plástico y botes de crema, que tienen pésimos servicios -socorristas para los temerarios, retretes para la venganza de Moctezuma, quioscos donde no llega la revista Celedón... -, cuentan la otra cara. Y los desdichados que eligieron el Caribe, expuestos en sus hoteles a los caprichos del huracán de turno, sin ningún Artium donde refugiarse, me inspiran una profunda piedad. Después del gran atasco y la destrucción del último bosque que conoció el amigo Félix, es como si la providencia nos recordara que el ser humano es una criatura irremediablemente defectuosa.

Somos afortunados de vivir en 'Guaysteiz', con "vasquitos y nesquitas", y el copón de la baraja

Entretanto, somos afortunados de vivir en Guaysteiz, la de los "vasquitos y nesquitas", el copón de la baraja y los caracoles de Prudencio; especialmente ahora que Alonso exhibe su pañuelo rojo, Rabanera pide el cierre de Garoña e Ibarretxe recuerda que es arabarra.

Al asomarme a la ventana, veo flores en los jardines y limpias las aceras. Dondequiera que miro surgen árboles y arbustos en variedad asombrosa. Un castaño de Indias extiende sus candelabros y da sombra a Encina Serrano, que se ha gastado casi todos los euros en un programa supercalifragilistico. Vamos, como la agosteña Edimburgo. También hay ligustros recortados que parecen ocultar deleites secretos, y la meada de un anciano con apretón.

Desde mi atalaya contemplo el jardín de fondo, donde una trabajadora riega sin piedad. Empuña sólo la boquilla de la manguera, con ritmo caribeño y gracia de becaria, vestida con buzo verde y una gorra que anuncia cerveza. Desde donde estoy puedo contar una docena de matices verdes, tantos que más que poema sonaría a retahíla. A pesar de la escasez de lluvias, los colores son genuinos. Vitoria, la capital con menos sal de los contornos, es realmente rus in urbe desde que funcionaba a toda hostia el Seminario y Leguineche hizo la mili. El sosiego es intenso, subrayado por ocasionales sonidos estruendosos. Pero a la vuelta de la esquina está la Plaza Grande y el Casco Antiguo con sus restaurantes, cafeterías y bares, abarrotados y chirriantes... Y una incesante, caótica, procesión de vecinos, forasteros, excéntricos, blusas, artistas ambulantes, borrachos y pedigüeños, de todos los colores, edades, categorías y géneros, que a su manera remiten a las fiestas de un pueblo grande, sin el mogollón pamplonés ni el glamour de Sansestabien; menos txirene que Bilbao y tan taurina como Teruel. Venancio del Val hubiera seguido saboreando todo esto con delectación.

Hay motivos para regocijarse en "La capital" durante sus fiestas. Mientras observamos el mundo desde nuestras verdes costas, agradezcamos el bullicio y la solidaria alegría -con Manolo Molés, partidos de pelota..., y hasta un señor disfrazado de tiburón- que nos espera.

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