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Crónica:LA VENTANA DE GUERRERO
Crónica
Texto informativo con interpretación

El músico ambulante

Rafael Argullol

Recuerdo una infancia llena de músicos ambulantes. Los había por todas partes: en las iglesias, en las plazas, en las estaciones de ferrocarril. También, como los más recientes de la foto, en las fronteras de la ciudad, lugares de encuentro de lo miserable y lo enigmático. La gaita, la armónica, el violín desafinado, instrumentos pobres para una época de pobreza, surgían en los intersticios de la vida urbana como reclamos de una alegría un poco triste y casi siempre melancólica.

Era un tiempo en que la ciudad gozaba de muchas fronteras interiores. A diferencia de la actual, tan plana que parece rica, la ciudad de entonces no había domesticado todavía sus espacios misteriosos. Uno podía escapar de la pesadez cotidiana y, sin salir del laberinto urbano, perderse en una ingenuidad salvaje, primitiva a menudo, pero llena de una bondad ya perdida.

Los más habitual era dos hombres, tipos que brotaban por generación espontánea en el margen de la ciudad. Daban la impresión de haber llegado de un lugar lejano

El músico ambulante era el sacerdote de estos rincones indómitos. Oficiaba la ceremonia que hermanaba modestamente caos y arte. Por lo general, formaba parte de un grupo nómada que migraba, como los pájaros, en busca del calor. Los gitanos son insuperables en ese nomadismo sonoro que incorporaba con frecuencia otros alicientes, como el baile o la acrobacia. Pero no era extraño toparse con dúos parecidos al de la fotografía. Hombre y mujer. Casi nunca dos mujeres. Dos hombres era lo más habitual, tipos que brotaban por generación espontánea en los márgenes de la ciudad, si bien daban la impresión de haber llegado de un lugar muy lejano.

Hubieran podido ser peregrinos. O, en realidad, lo eran, creyentes en su humilde música que peregrinaban de santuario en santuario. Cuando había público, por escaso que fuera, los dúos musicales desplegaban sus armas con inusitada rapidez. Luego, en cambio, tras el improvisado concierto, todo era muy lento. Recogían con parsimonia sus instrumentos, que guardaban cuidadosamente en las fundas, secaban el sudor de la frente con el arrugado pañuelo y luego reanudaban su camino, vacilantes el uno junto al otro, siempre en silencio. Paradójicamente, el músico ambulante es un gran amante del silencio.

Por eso la quintaesencia del sonido ambulante la proporciona el músico solitario. Habiendo renunciado al grupo e incluso a toda compañía, este solitario es un enamorado del silencio, y ese amor de vez en cuando lo transforma en melodía. En la ciudad misteriosa del recuerdo había muchos de estos solitarios ante los que un niño sentía respeto y fascinación ¿Dónde dormía ese hombre? ¿Cómo había logrado dedicarse a algo tan interesante en medio de tantos adultos aburridos? ¿Por qué aparecía y desaparecía de ese modo?

El músico solitario por excelencia era el acordeonista, quizá porque el acordeón es una suerte de orquesta sinfónica para pobres. Más humilde era todavía el que tocaba la armónica, el instrumento que produce el sonido más triste del mundo. La armónica, pese a su dulzura, no hacía presagiar nada bueno. Y como contraste, aunque era mucho más inquietante, a mí me encantaba la música que arrancaba a su rueda el afilador de cuchillos, el intérprete más austero y penetrante que cabe encontrar en el universo de la ambulación musical.

Sin embargo, el héroe absoluto de este universo fue y será siempre un viejo y elegante violinista que tocaba, por así decirlo, en los andenes de la estación de Francia. Su violín no tenía cuerdas y el arco era un trozo de madera. Pero cuando el violinista se aplicaba al instrumento, su cara expresaba lo más hondo de la música sin necesidad de que nosotros, los mirones, oyéramos el menor sonido.

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