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Columna
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En construcción

Hay fotos que lo dicen todo, como ésta de Joan Guerrero. En ella vemos, como fondo, un conjunto de casas en proceso de demolición y, en primer plano, un par de mujeres vestidas a la usanza árabe avanzando por una senda entre rejas. Tenemos, por un lado, la renovación de un barrio que no cuesta nada identificar como el Raval de la película En construcción; por otro, la renovación del tejido urbano, hecha a base de inmigrantes llegados de países lejanos en busca de una nueva vida.

Pero, como dicen que dijo Jack el Destripador, vayamos por partes. Las casas del fondo expresan mucho más de lo que puede parecer a primera vista. Tenemos en ellas el testigo de un mundo que muere, de memorias rotas, de vidas ya pasadas que llenaron de voces, de gritos, de risas y de lágrimas este barrio que ahora se apresta a cambiar de imagen, a renovarse a fondo. Con la desaparición de las casas no desaparecen tan sólo unas paredes, unos muebles, unas vigas y unos tejados, sino que se desvanecen muchas más cosas, como ya apuntó magistralmente Jesús Moncada en su novela Camí de sirga. Se precipitan al olvido miles de recuerdos que llenaron estas casas de vida y de historia menuda.

Con la destrucción parcial de esas casas quedan también al descubierto las vergüenzas de muchas familias: ese papel pintado de dibujos yeyés, esa pared azul, ese cuadro asomado al vacío, esas ventanas abiertas a la nada... Como en el famoso cómic de la Rue del Percebe, de repente queda expuesta a las miradas de todo el mundo la intimidad de unos inquilinos que, forzados por la imperiosa modernización, se han visto obligados a marcharse a otros pisos, a iniciar una nueva vida en otros ámbitos. Con la desaparición de esas casas, se esfuman los ecos de mundos sórdidos, de esquinas mal iluminadas, de taconeos inquietantes, de gritos en la noche, del fulgor efímero de las navajas, de las sonrisas cruzadas, de los besos robados y de las alegrías a precio pactado que han conformado durante años la leyenda del Barrio Chino. Desaparecen meublés históricos, bares entrañables y casas de putas con miles de cicatrices amorosas en su haber; desaparece el mundo que Pierre de Mandiargues tan bien retratara en la novela El margen, y la sombra del "ladrón" Jean Genet, y la vida de las azoteas que Manuel Vázquez Montalbán reprodujo en El pianista.

Con la caída de las viejas casas del Raval, todo este mundo se esfuma para dejar paso a una realidad mucho más limpia, más nueva, más ordenada, más higiénica, pero aún está por demostrar si también más rica. Desaparece un viejo mundo de esencia literaria para dejar paso a una nueva burguesía que busca el calor de los barrios viejos y a una nueva emigración que ha convertido el Raval en un ejemplo del mestizaje más genuino. Basta con darse un paseo por la Rambla del Raval para comprobarlo. Las voces, los olores, los vestidos, los colores... todo habla de un nuevo barrio que escenifica cada día una nueva representación cargada de sentido. Y en medio de esta renovación, las dos mujeres de la foto, probablemente magrebíes, ejemplifican esa nueva mirada que permite observar con esperanza un paisaje desolado, un decorado que parece sacado del Beirut o del Bagdad en guerra, pero que no es más que el prólogo de la construcción de un nuevo barrio, de la eclosión de una nueva vida planeada desde los fríos despachos de los urbanistas, desde las mesas de dibujo de unos arquitectos que, con la misma frialdad del médico a la hora de cortar con el bisturí, ignoraron el factor humano que se esconde tras unas viejas casas para trazar los perfiles de un barrio nuevo.

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