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Entrevista:AVENTURERAS: CHUS LAGO

El reto de escalar más alto

Es gallega, tiene 40 años y es la única mujer en el mundo que ha subido al Everest sin oxígeno. Esta alpinista excepcional, para la que escalar es un reto, inaugura una serie de entrevistas por las que, durante cinco semanas, desfilarán españolas cuya profesión está teñida de aventura.

Rosa Montero

Esta mujer es un monstruo. En primer lugar, un monstruo de fortaleza física. Viéndola ahora aquí, en su Vigo natal, menuda y rizosa, guapa y coqueta, tan vivaz como el incansable conejito de Duracell y con una luminosa cara de niña pese a haber cumplido ya 40 años, nadie podría imaginar que esta chica con aspecto de estudiante feliz es capaz de realizar proezas sobrehumanas, de soportar estoicamente el sufrimiento, de llegar a donde no ha llegado casi nadie. Chus Lago es una alpinista excepcional. Fue la primera y por ahora única española que coronó el Everest sin oxígeno, y la tercera en el mundo en hacerlo. Más aún: desde 1999, fecha en que logró la cima, es la única mujer que ha subido al Everest a pulmón y sigue viva, porque la primera se mató poco después en otra montaña y la segunda murió en el descenso.

"He subido al Everest y he cambiado. Esa sensación que tenía de correr hacia un sitio al que nunca llegaba ya no la tengo"
"A veces voy escalando hasta el extremo del esfuerzo físico y al mismo tiempo puedo disfrutar del paisaje. Me desdoblo"

Hay que explicar aquí, para los que no saben nada de alpinismo, que existe una diferencia abismal entre los montañeros que suben ochomiles en las expediciones llamadas comerciales, con bombonas de oxígeno y porteadores que a menudo los acarrean literalmente hasta la cima, y el pequeñísimo círculo de alpinistas de élite, unos locos espléndidos que intentan lo imposible, que suben sin ayudas respiratorias y cargados con mochilas de veinte o treinta kilos más allá de la zona de la muerte, es decir, más arriba de los 7.500 metros de altitud (el Everest tiene 8.848), allí donde ya no hay oxígeno y el cuerpo se descompone químicamente, donde la carne se congela, los pulmones se encharcan y la mente es presa de alucinaciones, esa zona letal que mata de manera inexorable, a algunos en horas, a otros en unos pocos días, dependiendo del aguante de cada cual. Es un territorio feroz tan ajeno a lo humano como el planeta Marte. Pues bien, esta pequeña pizca pizpireta que se llama Chus Lago ha conseguido permanecer hasta siete días seguidos en esas alturas asfixiantes, y ha sobrevivido a una noche de total desfallecimiento, a la intemperie y a menos treinta grados, en el monte Pobeda de Asia Central (le tuvieron que amputar una falange), y ha descendido un sietemil totalmente ciega durante tres días, agarrada al bastón de su compañero. Es de una resistencia y de una entereza colosales.

Y además es usted mujer, en una actividad en donde aún hay muy pocas mujeres. Supongo que todo le debe de haber costado más.

A todos los alpinistas, seamos hombres o mujeres, nos es difícil conseguir patrocinadores y conjugar lo que hacemos con nuestra vida personal. Pero sí, recuerdo que de pequeña, hace 30 años, había cosas que yo no entendía por qué no las podía hacer, y era solamente por ser mujer. A los 11 años ya me encantaba escalar y podía ir al monte sin ningún problema, pero en cuanto que cumplí los 15 mi padre ya no me dejaba. Cómo iba a ir sola con todos esos chicos… Y luego empecé a notar cómo la gente de mi entorno, los familiares, los amigos, y sobre todo las mujeres, me decían: "Pero cómo se te ocurre hacer esto, cómo se te ocurre viajar, irte con hombres"… Yo he trabajado desde los 19 años de monitora de aerobic, y era un medio en el que trataba a muchas mujeres. Y me llevaba muy bien con todas, pero cuando me cruzaba con ellas por la calle notaba una oposición tremenda: "Pero cómo es posible que tú con treinta y pico años hagas la vida que haces, cuando yo hago la vida que debo hacer…".

Dice usted con treinta y pico años… o sea, hasta ayer.

Sí, sí. De todo esto hace nada. Las cosas han cambiado mucho a partir del reconocimiento social que me dio el Everest, pero hasta entonces…

Hasta entonces se sintió un poco como la loca del barrio.

Me he sentido un poco fuera, sí. Ha sido difícil conjugarlo todo. Por ejemplo, sé que le he robado tiempo a Toni, mi marido, y que él ha tenido que evolucionar rápido para poder seguirme en mi historia, pero yo no quería renunciar a él. No quiero renunciar a tener una casa, a poder pintarme las uñas, a esas otras cosas de ser mujer. Yo quiero ser yo. Y ahora estoy muy cómoda, ahora puedo ser ambas cosas, pero al principio me decía: pero bueno, ¿quién soy yo? ¿La que está de expedición o la que está aquí, en esta casa? Durante mucho tiempo pensé que tenía que escoger.

Esta mujer es un monstruo. Y no sólo por su excepcional capacidad física, sino también por la quieta energía que desprende. Chus Lago es una gota de fuerza pura. Es una de esas personas que nunca pasan inadvertidas y que atraen a los demás como la piedra imán atrae las limaduras de hierro. Da la sensación de poder hacer bien todo lo que se proponga y, por ejemplo, escribe estupendamente. Ha publicado dos libros muy notables sobre sus experiencias (Everest, fuera de la Tierra, Laverde Ediciones, y Una mujer en la cumbre, Plaza y Janés) y ahora está haciendo una novela ambientada en el siglo XIX: "Siempre me ha gustado muchísimo escribir".

Su padre trabajaba en el sector naval y estuvo en paro durante 10 años: "¿Tú sabes lo que es eso? Me cogía un trozo de pan para irme de excursión y tenía que advertirlo… Mamá, que me llevo el queso… porque no había nada más. Fue durísimo. Y tú cogías tu mochila y tenías 100 pesetas para el tren y se acabó. Recuerdo una vez en Oviedo que compré una barra de pan y estuve comiendo pan hasta que salió el tren, porque no había para más. No teníamos un duro". Así, sin dinero para el equipamiento y calzando chirucas de plástico, subió sus primeras montañas. Luego comenzó a trabajar de monitora en un gimnasio y en 1987 hizo ya una escalada en serio: en la Cordillera Blanca, en Perú. Para ello tuvo que pedir un crédito en el banco: "Desde ese momento comencé a contraer una deuda fija discontinua que iría heredando de expedición en expedición", dice en uno de sus libros. "Bueno, hace dos años conseguí acabar con esa deuda", explica ahora, "pero en realidad hasta enero pasado estuve rozando la penuria económica. Porque, claro, a lo mejor puedes conseguir patrocinio para una expedición, pero luego regresas y tienes que seguir viviendo y entrenando todo el año". Vive en un gracioso chalet adosado, una casita todavía sin terminar llena de los hermosos muebles de madera que ha hecho Toni, su marido, que es carpintero de profesión, además de corredor de maratón y buen deportista. Y sus ventanas, cómo no, miran hacia las montañas de Vigo, no hacia el mar.

La próxima primavera, y a modo de calentamiento, va a cruzarse Groenlandia con Merab, un compañero alpinista de Georgia, y luego está preparando otra de sus gestas imposibles: en otoño de 2006 quiere atravesar la Antártida en solitario, sin perros y sin apoyos, es decir, sin reavituallamiento. Todo un reto.

Yo recuerdo una cosa que me pasaba a los 15 años, a los 17, a los 20, una cosa que me pasaba siempre, y es que tenía la sensación de que estaba corriendo hacia un sitio al que nunca llegaba. No es que no tuviera los objetivos claros, yo tenía claro que quería ir a esta montaña y no a la otra, que quería subir de determinada manera y no de otra, pero como persona buscaba un sitio que no sabía muy bien cuál era. Y te aseguro que nunca he querido buscar la originalidad, no es eso. Ahora me dicen, eres la primera española que va a ir a la Antártida… Bueno, sí, vale, pero no es por eso por lo que quiero ir, es que verdaderamente lo quiero hacer.

¿Por qué?

Cuando en 1999 llegué por fin a la cima del Everest tras haberlo intentado en dos expediciones anteriores sin conseguirlo, sentí algo tan fuerte que me ha llevado muchos años comprenderlo. Y el caso es que estaba a diez metros de la cima, y de pronto intuí que iba a perder algo si llegaba, y esa sensación no me la esperaba. Y cuando coroné tendría que haber experimentado una alegría enorme, pero no fue así, lo que me dije fue: qué lástima. Porque lo bonito había sido el diálogo con esa montaña, que era como un espejo que me decía: esto que creías que hacías mal, lo haces bien. Y esto que creías que hacías bien, lo haces fatal. Estuve aprendiendo durante años del diálogo con esta montaña, aprendí las proporciones y la medida de las cosas, y cuando llegué arriba me di cuenta de que lo bonito de verdad había sido el camino. Pensé: lo que he ganado al hacer cima no puede ser tan sólo la portada de un periódico, porque qué triste sería eso, con todo lo que he dado. Y fue cuando empecé a entender que aquello ya no era alpinismo, que ese aprendizaje se salía del ámbito de lo deportivo.

Que era una experiencia existencial, espiritual.

Exacto, era algo que iba mucho más allá. Recuerdo que al regresar al campamento base me senté y vi un poco de hierba entre mis pies, eso nos pasa mucho a los alpinistas, que vuelves en el helicóptero y ves hierba y te dices, al fin verde, regreso al planeta Tierra. Y yo veía la hierba y me miraba las manos y necesitaba sentir una mutación, algo claro que demostrara que era una persona distinta, como si me hubiera salido un sexto dedo. He subido al Everest y esto es lo que he conseguido, un sexto dedo. Porque yo había cambiado. Y esa sensación que tenía de correr hacia un sitio al que nunca llegaba, que no era un punto físico, sino mental, ya no la tengo. He llegado. Y por eso tenía la necesidad de hacer algo distinto, es decir, echaba de menos el reto, y eso es lo que me ha llevado a plantearme lo de la Antártida. Y no es ya un reto físico, aunque, claro está, también tiene esa parte. Pero lo que me tienta es el reto puramente mental, ver cómo puedo llenar la soledad de 1.200 kilómetros.

Subir al Everest sin oxígeno es un esfuerzo tan extremo que supongo que la cabeza debe de desgajarse del cuerpo… Esa experiencia espiritual a la que usted se refería debe de ser como los viajes astrales de los tibetanos.

Yo llegué a salirme del cuerpo, pero no ahí; luego una psicóloga me dijo que era un desdoblamiento y que a eso se llega por necesidad tras mucho esfuerzo. Te cuento: antes de subir al Everest yo pasé por un túnel, un túnel en el que nadie creía en mí. Durante años fue una completa locura. Trabajaba de monitora de aerobic y tenía que sacar tiempo de donde no lo había para entrenar y para hacer las gestiones para montar una expedición y conseguir patrocinadores. Fue tremendo. Aquí no había tradición de alpinistas, y nadie entendía lo que yo planteaba. Además era una expedición en solitario y yo tenía que ocuparme de todo, desde coser las cosas que se me rompían a reunir el botiquín. Y el entrenamiento tenía que ser exquisito, aunque para cuando yo empezaba a entrenar ya llegaba agotada tras mis horas de aerobic. Para llevar adelante todo esto tuve que emplear durante muchos años un estado de concentración mental tan fuerte que no creo que pudiera volver a repetirlo. Fue tanto trabajo y durante tanto tiempo…

Y además se lesionó.

Sí, en 1998 me lesioné en el gimnasio, yo no tengo cartílago en las rodillas, y los médicos me decían: no puedes hacer ni este deporte ni ninguno, se acabó. Y yo sentía impotencia funcional, porque no era capaz ni de bajar unas escaleras. También tengo otra lesión crónica que son los pies cavos, es decir, tengo una curva demasiado pronunciada. Los tengo muy cavos, nivel tres, y convivo con esta lesión desde los 17 años.

Tengo entendido que son muy dolorosos. ¿No le molestan al escalar?

Oh, sí, me duelen muchísimo. A veces estoy subiendo una montaña y me echo a llorar de lo que me duelen. El médico que me atendió de las congelaciones en el Pobeda lo primero que me dijo al ver los pies fue: eres una heroína. Y lo dijo no por haber aguantado las congelaciones, ni por haber conseguido sobrevivir cuarenta horas a la intemperie, sino por hacer alpinismo con estos pies. Pero me he acostumbrado toda la vida a este dolor, es como si lo hubiera normalizado. Hay momentos en los que te tienes que sacar la bota y frotarte los dedos, que se engarfian, y hacer números a veinte grados bajo cero, pero bueno, lo voy llevando. Fue mucho peor lo de las rodillas, porque no podía bajar ni un escalón. Pero no quise creer que estaba acabada, de modo que mi entrenador me metió en una piscina y estuve nadando muchísimas horas y conseguí que la musculatura sustituyera al cartílago. Sigue molestándome en ocasiones y a veces tengo que bajar de espaldas. Pero llegué al Everest y la montaña me dijo: aquí te vas a sentir genial. Y me sentí genial. Ahora bien, hasta llegar allí, ya te digo, yo estaba en un túnel. Porque tenía que visitar a los patrocinadores hasta dieciséis veces, ¿te lo puedes creer?… Y a uno de ellos, para que me diera sólo 100.000 pelas. El tío me dijo que me las iba a dar, pero luego estaba siempre ocupado, y yo echaba cuentas una y otra vez y veía que las necesitaba… Y allí iba otra vez a pedírselas, escapándome del gimnasio.

Y lo del desdoblamiento…

Sí, a eso voy. Es que al final estaba entrenando por encima de mis fuerzas, y mientras tanto pensaba que a lo mejor no conseguiría reunir el dinero para la expedición, y que tendría que ir pensando en buscarme otro trabajo; y que estaba tirando demasiado de la cuerda en casa y que las cosas podrían romperse; y que mi madre pensaba que me podría morir; y que todo el mundo decía que estaba loca, que adónde iba, que me iban a violar… Tienes que luchar contra tantísimas cosas, contra el miedo y la incredulidad de todo el mundo y contra tus propias dudas como alpinista. Estaba entrenando y yo sentía como un enorme tirante que tiraba de mí hacia atrás. Estaba entrenando y me decía, Dios mío, tengo que hacer la comida, y preparar la coreografía de la clase, y no voy a llegar a tiempo, y… Para poder soportarlo y hacerlo todo tuve que imponerme una autodisciplina férrea, y entonces llegó lo del desdoblamiento. Sucedía que yo estaba entrenando, estaba agotada, y entonces conseguía evadirme. Y me veía a mí misma desde arriba y me decía: a tu cuerpo no le pasa nada, no importa lo que te duela, lo puedes hacer. Al salirme, intentaba que mi alma no sufriera.

¿Y ha vuelto a tener después esa sensación?

No de manera tan clara, pero sí. En las montañas a veces voy subiendo al extremo del esfuerzo físico y al mismo tiempo puedo ver el paisaje, puedo disfrutar del día sin desgastarme psíquicamente. Es decir, puedo hacer que mi cuerpo trabaje muy duramente pero yo no estoy pegada a mi cuerpo. Luego, claro, hay momentos de peligro en los que te juegas la vida, y ahí alma y cuerpo vuelven a pegarse, ahí no hay disociación posible. Tu cuerpo te dice: se te está congelando el dedo. Sí, ya lo veo, ya lo veo. O: como sigas dos horas más, se te va a acabar el glucógeno, ¿lo estás notando? Sí, tranquilo, estoy al tanto… Pero en otras ocasiones, cuando el riesgo no es alto, pues le dices al cuerpo: ¿has comido bien, has dormido bien? Pues fastídiate ahí abajo.

Me asombra su fuerza de voluntad. La falta de dinero, los pies cavos, los cartílagos pulverizados… No la detuvo nada.

Porque la montaña estaba muy metida dentro de mí, era esa sensación de decir: yo he nacido para algo. Cuando tenía 18 años y me miraba las piernas pues… a ti ahora no te parecerán grandes, pero cuando tienes 18 y ves a tus compañeras de clase y todas son delgaditas y finitas, y te miras las piernas y las ves tan robustas, te dices, por Dios, tanta carne tiene que servir para algo. Todos los sobresalientes en gimnasia, y esto de salir a correr y no parar nunca, tiene que servir para algo.

Por añadidura, usted tuvo que enfrentarse al machismo entre los mismos alpinistas. En uno de sus libros cuenta su primera expedición al Everest, en 1992. Era usted la única mujer entre 15 hombres y se lo hicieron pasar fatal, hasta el extremo de que se marchó a dormir sola al campamento superior, a 7.000 metros de altura, por no poder soportar la situación.

Dentro del alpinismo hay el mismo machismo que en el resto de la sociedad. Y en aquella expedición, pues sí, yo me quedé como un poco sola y sin encajar. Y llegué a sentir ensañamiento.

En aquella ocasión un alpinista le dijo: "Vaya, llevamos una guinda en la expedición". Tras coronar el Everest, dice usted en el libro: "Me pregunto qué pensará ahora que la guinda está donde deben estar las guindas, en lo alto de las tartas".

Bueno, ése ya fue el que más y ni siquiera estaba dentro de nuestro equipo, pero… Un día entró en la tienda un alpinista extranjero al que no conocía más que de vista, y que por pura cortesía, porque además era asiático, que son muy caballerosos, dijo: qué chica tan guapa. Yo me lo tomé como si dijera buenos días, era una mera amabilidad social. Pero el jefe de nuestra expedición le contestó: puedes llevártela, si quieres. ¿Cómo te sentirías tú? Mira, aquello ya no era ni alpinismo ni puñetas, me pareció una bajeza impresionante. Y así era todo. Cómo vas a convivir con gente así. Estuve siete años sintiéndome mal por aquella expedición, y no por no haber podido llegar a la cumbre, sino porque me había sentido maltratada. Fue un verdadero ensañamiento de género. Por eso después de aquella experiencia comprendí que yo no podía luchar contra 15 hombres, o contra cinco, y decidí escalar sola. Hay rutas que no puedes hacer en solitario. Entonces voy con un compañero. Pero si puedo, voy sola.

Así, en solitario, fue como hizo la cumbre del Everest. Por cierto que en aquella escalada pasó usted junto a seis cadáveres de montañeros. Y en el Pobeda vio cómo se despeñaba delante de sus ojos un alpinista británico al que conocía. La muerte siempre está presente en lo que usted hace.

Sí, lo del Pobeda fue una cosa horrorosa, nunca había visto un accidente mortal hasta entonces. Estás acostumbrada a escalar sin pensar en la muerte, tú te encargas de poner el clavo y sabes que tienes que ponerlo perfecto, pero no piensas: si este clavo se cae me voy a matar. Y eso es lo que me sucedió en el Pobeda después de ver ese accidente, que me hice consciente de la muerte y seguí subiendo mal, muy mal, derrochando energía, y por eso pasó lo que pasó.

Se agotó y no pudo seguir. Se quedó tirada en lo alto de la montaña, sin agua, sin comida, a la intemperie, con los pies y las manos congelados, mientras su compañero Merab intentaba bajar a buscar comida y un saco. Pasó la noche allí y debería haber muerto. Pero sobrevivió. Lo que más me impresiona es que usted telefoneó a su marido desde allí.

Sí. Me quedaba un poquito de batería y le llamé. Porque yo intuía que podía no sobrevivir aquella noche. Y quería que, si pasaba algo, él supiera que en el último que había pensado era él. Lo que pasa es que intenté disimular, pero él enseguida se dio cuenta de que las cosas estaban mal.

Qué duro para su marido. Colgar y saber que la dejaba allí.

Cuando llegué a España estaba tan delgado… Parecía que el que había subido al Pobeda era él.

¿Han hablado de aquello después?

No. No mucho.

Creo que tiene usted dos hombres maravillosos en su vida. Uno es Toni, capaz de soportar todo esto…

Sí, él también ha tenido que subir una montaña invisible para poder estar a mi lado. Porque él también ha debido de tener que soportar esa presión: pero cómo, tu mujer se va… Él también ha tenido que crecer como hombre y yo se lo reconozco.

Y el otro es Merab, compañero de diversas expediciones y que en el Pobeda se comportó de una manera heroica y sobrehumana, arriesgando su propia vida y subiendo y bajando la montaña sin parar durante cuarenta horas para intentar ayudarla.

Sí, sí, fue impresionante. Merab es muy generoso. Encontrar a una persona capaz de hacer eso en condiciones extremas, y de hacerlo como si nada, es admirable.

¿Y qué pensaba mientras estaba allí sola, en la oscuridad y congelándose? ¿No sintió miedo?

Lo que pensaba era: no puedes dejar de luchar, mientras luches puedes vivir. Cuando tuve miedo es cuando amaneció y pasó el día y después empezó a anochecer de nuevo, porque yo debía de tener ya un principio de edema pulmonar, respiraba muy rápido, tenía demasiado frío, se levantaba ventisca y… Cómo voy a aguantar otra noche más, me decía; y si aguanto, cómo voy a poder bajar después. Ahí sí que lo vi fatal.

Lago también resulta prodigiosa por la originalidad de su pensamiento, por su singular veracidad, por ese aliento poético que parece envolverla. Brilla esta mujer como una resistencia al rojo vivo. Advierto que se me amontonan los adjetivos y que me está saliendo una entrevista demasiado laudatoria, que he caído presa de una fascinación en la que no suelo deslizarme normalmente. Pero ya he dicho que Chus Lago no es normal, sino un monstruo poderoso, alegre, inexplicable.

En su último libro habla del tiempo interminable, días y días, incluso semanas, que un alpinista debe permanecer solo y quieto en la tienda, a alturas tremendas y sin poder hacer nada. Calmar los nervios y llenar ese tiempo debe de ser muy difícil y usted dice que hay momentos angustiosos.

Sí, hay alpinistas que son tranquilos, pero yo no lo soy. Y me dan picos de ansiedad. A veces es horrible y se pasa verdadera angustia. Es que las tiendas de una plaza son muy angostas y, cuando hay nieve, el techo y los lados se cierran encima de ti. Y luego no puedes evitar pensar en la cima, si lo conseguirás o no. Te llegas a crear tal grado de ansiedad que terminas sintiendo un ataque de angustia, vamos, de ponerte a cuatro patas y decirte: Chus, cálmate, esto te está sucediendo porque se te ha disparado la cabeza. Es un círculo vicioso en el que cae mucha gente y que hace que muchos abandonen. Porque entonces no duermes, no comes, te debilitas… Hay que romper el ciclo. Cuando llega el momento de angustia, tienes que tranquilizarte y aprender a convivir con él. Yo lo he hecho.

Ha aprendido a convivir con el pequeño infierno que todos llevamos dentro.

Sí. Tienes que reconocer que es un ataque de pánico, y pasarlo, y obligarte a comer, y obligarte a dormir, y ya está. Y a la mañana siguiente te levantas y hace un día fantástico, y te dices, yo no estoy cansada, he comido bien, me he recuperado, he meado nueve veces, lo que quiere decir que estoy megaaclimatada. Ningún problema. A tirar hacia arriba… En fin, ahora vamos a ver qué pasa con mi mente en la Antártida y cómo llevo esos 1.200 kilómetros de desierto. Ya digo, el reto es ése.

Es gallega, tiene 40 años y es la única mujer en el mundo que ha subido al Everest sin oxígeno. Esta alpinista excepcional, para la que escalar es un reto, inaugura una serie de entrevistas por las que, durante cinco semanas, desfilarán españolas cuya profesión está teñida de aventura.
Es gallega, tiene 40 años y es la única mujer en el mundo que ha subido al Everest sin oxígeno. Esta alpinista excepcional, para la que escalar es un reto, inaugura una serie de entrevistas por las que, durante cinco semanas, desfilarán españolas cuya profesión está teñida de aventura.
En su ascensión al Vinson, el monte más alto de la Antártida, en 2004.
En su ascensión al Vinson, el monte más alto de la Antártida, en 2004.

Tocar la cima. Por CHUS LAGO

Abrigada bajo numerosas capas de ropa seguí adelante como el Fram, el barco del explorador noruego Fridtjod Nansen durante su aventura ártica en 1893. "Adelante", "un poco más", me decía, "hasta el resalte", "hasta aquel collado", "hasta la roca roja", "hasta la próxima arista", asegurándome siempre de que por cada veinte pasos hacia arriba podría responder con otros veinte hacia abajo. Tocar la cima significa tocar el último punto de una montaña, convirtiendo ese momento en un gesto de honor o quién sabe si de vanidad.

Llegué al borde del colapso muscular, además tenía los párpados cubiertos de hielo, resecos y espantados por una temperatura que amenazaba con la muerte, temblaba consumiendo los últimos impulsos de miosina, pero aun así tuve tiempo de envidiar a Amundsen, a Shackleton, y al propio Nansen, que dejó que su barco Fram fuera atrapado por los hielos árticos, con la certeza de que algún día la deriva lo liberaría más allá de la Utopía… lo que no ocurrió hasta dos años después. Mi aventura comparada con las de los pioneros polares no era más que un instante de los miles que ellos vivieron. A ambos lados de la montaña se alzaban aislados los últimos picos de la cordillera de Ellsworth. A treinta grados bajo cero podría morirme en menos de un minuto, pero no tenía que recordar un dato así, el cuerpo se defiende solo, te apremia a una retirada inmediata. Mientras tanto otra parte de mí jugaba un tiempo prestado y corría a por su cámara y fotografiaba: nada, nadie, silencio, luz… mucha luz.

Y si algún día alguien me pregunta qué sentí le diría que fue como si un océano entero se vaciara dentro de una botella. La botella, yo. l fragmento del diario de Chus Lago en su ascensión al Vinson, el monte más alto de la Antártida, el 25 de diciembre de 2004.

Fragmento del diario de Chus Lago en su ascensión al Vinson, el monte más alto de la Antártida, el 25 de diciembre de 2004.

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