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Tribuna:EL SECTOR EXTERIOR
Tribuna
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Anglosajones honorarios

El propósito del autor en este artículo es situar el origen del desequilibrio del sector exterior y las soluciones para corregirlo en el panorama de la economía mundial

En un reciente artículo (EL PAÍS, 31-5-2005), Guillermo de la Dehesa expone, con la claridad que acostumbra, el origen del desequilibrio de nuestro sector exterior y los caminos para corregirlo. Todos sabemos que los Estados Unidos -y, en menor medida, el Reino Unido y Australia- presentan un déficit por cuenta corriente de unos 800.000 millones de dólares (un 2,4% del PIB mundial), de los que el 90% corresponde a los EE UU: el bloque anglosajón, como lo llama Martin Wolf, del Financial Times, gasta más de lo que produce.

En el otro extremo, el bloque euroasiático tiene un superávit de 460.000 millones de dólares, de los que corresponde el 48% a la China, el 37% a Japón y el 15% a la zona euro: este bloque produce más de lo que gasta. Como estos desequilibrios no pueden seguir creciendo indefinidamente, cada cual va proponiendo soluciones: el bloque anglosajón exhorta a China a que revalúe su moneda, y a los europeos a que gasten más; nosotros a ellos a que gasten menos. Ellos tendrían que enfriar su economía; nosotros, que animar un poco la nuestra. Pero las cifras son de tal magnitud, que la corrección de estos desequilibrios, que afectan a toda la economía mundial, no puede descansar sobre una sola de las partes: cada cual debe desempeñar su papel.

El que le toca a Europa, como miembro del bloque euroasiático, es el de aumentar sus importaciones del resto del mundo: es decir, el de aumentar su demanda, lo que sólo se conseguirá creciendo un poco más. Por suerte, esta vez las exigencias exteriores coinciden con nuestros intereses: el crecimiento de los países de la zona del euro, que se prevé no llegue al 1,3% este año, está muy por debajo de su potencial: y, si observamos el comportamiento del sector exterior de Alemania, con un superávit por cuenta corriente de 108.000 millones de dólares, sólo algo inferior al de Japón, habremos de convenir que ese bajo crecimiento tiene su raíz, no en una insuficiencia de oferta, sino en la debilidad de nuestra demanda interna: consumo, inversión y gasto público. Pero, si bien coincidimos en el objetivo, nuestras autoridades no se ponen de acuerdo sobre cuál sea el mejor modo de alcanzarlo.

Empecemos por la política monetaria: el Comité Monetario acaba de reprobar la decisión del Banco Central Europeo de mantener el tipo de interés básico en el 2%. Reprimenda inmerecida esta vez, porque no hay quien sostenga que un tipo nominal del 2% es alto: la política monetaria ha venido siendo expansiva. Es más: la inversión ha aumentado, como era de prever. Lo que ocurre es que esa inversión se ha dirigido, o al sector inmobiliario -creando empleo en la construcción, y probablemente alimentando la especulación- o hacia el exterior, a la construcción de plantas industriales fuera de la zona euro.

Nos hubiera gustado que se dirigiera a la creación de buenos empleos en nuestras economías; pero eso no hay que pedírselo a la política monetaria. Para lograr que la inversión industrial vuelva a casa, hay que hacerla más atractiva.

Éste es el papel reservado a las llamadas medidas estructurales, cuyo principal objetivo es hacer más atractiva la creación de empleo disminuyendo sus costes: éstas son las medidas que tienden a proponer los bancos centrales cuando los políticos les piden tipos más bajos. No cabe duda de que, a largo plazo, la reforma laboral facilita la creación de empleo; pero es muy probable que tanto hablar de reformas del mercado de trabajo -sin que éstas se produzcan- esté teniendo efectos contrarios a los deseados, porque la perspectiva de medidas estructurales deprime necesariamente el consumo, que es la partida más importante de la demanda interna.

En efecto: para lograr que el trabajador acepte reducciones de su remuneración -desde el salario al coste de despido, pasando por las contribuciones a la Seguridad Social- hay que pintarle un panorama muy negro: ¿cómo pretender, habiéndolo asustado por la mañana, que consuma alegremente por la tarde?

Queda la política fiscal, el único instrumento que puede permitirnos, en lo inmediato, hacer aumentar la demanda. Dado que el superávit por cuenta corriente de la zona euro significa que ésta presenta un exceso del ahorro sobre la inversión, el estado de nuestras cuentas públicas debería preocuparnos, hoy, menos que la debilidad de nuestro crecimiento. Quizá una política fiscal más expansiva daría un empujón al consumo, y éste haría arrancar la economía. No es seguro, claro: pero quizá valdría la pena intentarlo, ya que ni la política monetaria ni el sector exterior van a sacarnos del atolladero.

Lo anterior no se aplica a nuestro caso: España es, como señalaba Martin Wolf, un miembro de honor del club anglosajón. Nuestro desequilibrio externo es, en proporción, parecido al de Estados Unidos; por consiguiente, el papel que nos toca es el de ir adecuando nuestros gastos a la medida de nuestros ingresos, que, en este momento, significa reducir nuestros gastos. Ya lo estaríamos haciendo, de no ser por la moneda única: una inevitable devaluación y la estabilización consiguiente estarían equilibrando nuestras cuentas; en realidad, sólo la perspectiva del euro nos ha permitido disfrutar de unos tipos de interés tan bajos, y de un crecimiento tan alto, como los que hemos tenido estos años.

Ahora, al no contar con la posibilidad de la devaluación, el ajuste del gasto se irá produciendo, probablemente a través del sistema financiero, por una combinación de mayor morosidad y mayor coste de nuestra financiación; es decir, de una menor disponibilidad y un mayor coste del crédito. Ambos tendrán su repercusión sobre inversión y consumo, y de ahí sobre empleo, salarios y precios.

Sólo los aumentos de productividad pueden mitigar este mal trago, y de ahí la importancia que el Gobierno da a su plan, en dos direcciones: creación de empleo de calidad, aprovechando el capital humano de que ya disponemos en abundancia; y aumento de la competencia, para que no sólo sean los salarios los que hayan de ajustarse. Pero -¡ay!- salvo un milagro que no hemos hecho gran cosa por merecer, lo más probable es que los efectos de una mayor productividad tarden más en llegar que las presiones sobre el gasto. Quizá habría que empezar a pensar cómo reducirlo.

Alfredo Pastor es profesor del IESE y del CEIBS de Shanghai.

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