Laicidad y poder
Unió es un partido democratacristiano, por tanto una reliquia de la época en que los partidos confesionales eran normales en Europa. (Una época que nadie puede asegurar que no volverá, en un momento en que la revolución conservadora que viene de América coincide con cierta eclosión del fundamentalismo islamista en nuestro continente). En su relación de coalición con Convergència, Unió ha asumido siempre el papel de garante de la defensa de los principios cristianos. La mayoría de las veces esta garantía se ha traducido en forma de libertad de voto en el grupo parlamentario nacionalista. De lo cual lo único que lamento es que sea una excepción. Todos los partidos deberían dar libertad de voto a sus diputados en todas las votaciones. Y si no lo hacen es porque anteponen el interés de partido a un principio básico en democracia que es la libertad de pensar y decidir. Pero ésta es una de tantas contradicciones de la democracia representativa -la única forma de democracia viable hasta el presente- que no voy a discutir ahora.
En cumplimiento de sus obligaciones confesionales, Unió ha conseguido que Convergència se oponga a que el Estatut establezca el principio de laicidad de la ensenanza pública. Es decir, que en la recta final del Estatut, CiU se marca una apuesta que la alinea con la derecha más conservadora. A estas alturas de esta representación teatral llamada negociación del Estatut, es difícil saber el valor de las cartas que cada cual pone encima de la mesa para aumentar el valor de su apuesta. No sé, por tanto, si es una amenaza para acabar cediendo o si pretende de verdad obligar a ceder al tripartito. La izquierda tiene tanta tendencia a la flojera en las negociaciones -siempre acomplejada ante el nacionalismo conservador y ante la Iglesia- que no sería de extrañar que renunciara a una de las pocas señas de identidad que le quedan.
Todo argumento puesto sobre una mesa de negociación política tiene dos componentes: el ideológico y los intereses de poder que la ideología esconde o estiliza. Si la lucha por arrancar el principio de tolerancia -siempre sospechoso de concesión del poderoso al débil- a la Iglesia fue determinante para el arranque de la modernidad, la laicidad marca definitivamente el fin del monopolio ideológico de lo religioso. Por reacción a ello, la Iglesia ha procurado siempre confundir laicidad con laicismo. El laicismo es una ideología como cualquier otra, que tiene que ganarse, como todas, la consideración en el campo abierto del debate democrático. Se equivocarían los que pretendieran sustituir el monopolio ideológico de la religión por el de un presunto laicismo. Pero el laicismo como ideología tiene una diferencia sustancial con la religión: está abierta a la confrontación ideológica y a la crítica. No pretende escudarse en su carácter inefable, como hace la religión, para quedar al margen del debate y de la crítica. Y es contra este privilegio antidemocrático de lo religioso que el principio de laicidad es importante. Apelar a la fundamentación divina no otorga a la verdad del que lo hace ninguna superioridad frente a la verdad de cualquier otra ideología o creencia. Naturalmente la primera función de la educación pública es formar en el respeto a todas las ideologías o creencias, siempre que no atenten contra la libertad fundamental del individuo.
Pero lo importante del principio de laicidad es la doble exigencia que contiene. Exigencia para las religiones de no inmiscuirse en las tareas del Estado y del poder civil. Y exigencia para el Estado de no inmiscuirse en la vida interna de las religiones. Ésta es la doble cara que en el debate político casi nunca aparece, porque las religiones quieren hacernos creer algo falso: que el principio de laicidad sólo tiene deberes para ellas.
Este doble principio trasladado a la educación quiere decir que el Estado no puede privilegiar a la religión -y menos a una en particular- en la tarea de enseñar y formar a los ciudadanos, porque la religión es algo externo al Estado. Pero el Estado tampoco puede inmiscuirse en las actividades educativas que la Iglesia haga por su cuenta y riesgo.
Y aquí es donde la ideología se convierte en intereses muy concretos y susceptibles de ser contados en dinero. En estricta aplicación del principio de laicidad el Estado no debería subvencionar ni concertar con escuelas religiosas. Y aunque CiU sabe perfectamente que la flojera ideológica de nuestra izquierda impedirá que dé este paso, prefiere no correr el riesgo. Por tanto, al exigir que la enseñanza pública no contemple el principio de laicidad, lo que está haciendo CiU es trabajar en favor de las escuelas religiosas concertadas, que son una forma de enseñanza pública. También las religiones se ablandan ante el poder del dinero. Y la Iglesia católica quiere que el poder civil no se meta con ella, excepto para darle dinero, que es exactamente lo que defiende CiU con su enmienda.
En política, argumentos ideológicos, poder y dinero van muy juntos, como podemos ver sobradamente estos días. Lo que ocurre con la laicidad, ocurre también, por ejemplo, con la cuestión territorial y electoral. Es una ofensa al electorado que un partido defienda un sistema electoral que hace que el voto de unos ciudadanos pese mucho menos que el de otros, es decir, que anule el sacrosanto principio de un hombre, un voto. Pues bien, CiU -y en parte Esquerra- lo defienden, en nombre de la patria, por supuesto, de la sagrada cohesión territorial de Cataluña, simplemente porque así con menos votos consiguen más escaños que los demás. La política tiene un objetivo: el poder. Y sólo desde esta perspectiva se pueden entender espectáculos que de otra forma serían incomprensibles como esta triste, penosa e inacable discusión del Estatut.
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