La ampliación no tiene la culpa
A raíz de la profunda crisis en la que se ha sumido la Unión Europea como consecuencia del rechazo de los ciudadanos franceses y holandeses a ratificar la Constitución europea, se ha convertido en un lugar común señalar la reciente ampliación a diez nuevos Estados miembros como una de las principales causas de los problemas que afronta la Unión Europea y, subsidiariamente, solicitar un freno a las futuras ampliaciones como parte de una eventual solución de dicha crisis. Nada se antoja, sin embargo, más erróneo y, a la vez, más peligroso en la presente crisis que dar por buena dicha opinión.
En primer lugar, la ampliación no se ha hecho con demasiada rapidez, como tantas veces se dice. Si algo se puede lamentar, es que la ampliación se haya hecho con demasiada lentitud y que diste en ser completa: los ciudadanos de la Europa Central y Oriental no pueden circular libremente por la Unión Europea, ya que sus Estados no son miembros del Convenio Schengen; tampoco pueden establecerse libremente en el país que deseen, ya que se mantienen importantísimas restricciones a la libre circulación de trabajadores hasta, en algunos casos, el año 2011; no han accedido al euro ni estarán en condiciones de hacerlo en un futuro próximo, y tampoco gozan de acceso completo a las principales políticas redistributivas (agrícola y cohesión) que caracterizan a la Unión. En definitiva, estamos ante una ampliación tan incompleta y con tantos y tan largos periodos transitorios (algunos hasta el año 2014) que, en realidad, de lo que podemos hablar es de una Europa asimétrica e incompleta.
En segundo lugar, la ampliación tampoco ha salido cara. Por más que se haya generalizado el discurso sobre el dumping social y la injusta competencia del Este, la realidad es que los viejos miembros mantienen un significativo superávit comercial con los nuevos miembros, lo que supone que la ampliación cree empleos entre los Quince. En términos similares, el discurso sobre la deslocalización de inversiones a favor de los nuevos socios deforma interesadamente la realidad, ya que son los consumidores europeos los que más se están beneficiando de las ganancias de eficiencia y productividad derivadas de la expansión del mercado interior. Finalmente, el coste presupuestario de la ampliación, como de nuevo se pudo observar en el reciente Consejo Europeo de Bruselas en el que se discutieron las perspectivas financieras de la Unión para el 2007-2013, no constituye, ni mucho menos, un obstáculo: en realidad, dados los techos de gastos pactados y la limitada capacidad de absorción de los nuevos miembros, el coste de la ampliación en términos de la política de cohesión sería de aproximadamente el 0,18% del PIB europeo, un coste nada desorbitado por el fin de Yalta y la reunificación de Europa.
En tercer lugar, pese a las catastrofistas predicciones de algunos sobre la ingobernabilidad de la Europa a 25, las instituciones ampliadas funcionan perfectamente. Desde el 1 de mayo de 2004, ni el Consejo Europeo, ni el Parlamento Europeo ni la Comisión Europea parecen haber sufrido ninguna merma en su capacidad de actuación por el mero hecho de haber ampliado el número de miembros. En el Consejo, quizás el lugar más sensible, los datos demuestran que las votaciones siguen produciéndose en su mayor parte por unanimidad incluso cuando la base legal permitiría la adopción de decisiones por mayoría cualificada, lo que indica que la cultura consensual no se ha visto reemplazada por una lucha de todos contra todos. Tampoco en el Parlamento parece haberse generado un colapso lingüístico en razón de la duplicación de las lenguas oficiales. Finalmente, la Comisión parece estar funcionando razonablemente bien pese a la evidente inflación de carteras y tareas. En resumidas cuentas, el Tratado de Niza, considerado incapaz por muchos de hacer funcionar a la Unión, no parece presentar mayores problemas desde el punto de vista de eficacia y capacidad.
Con todo, el argumento más importante en contra de la ampliación proviene de aquellos que sostienen que la ampliación ha hecho imposible la profundización, la soñada Unión política. Por ello, los ciudadanos franceses y holandeses se habrían hipotéticamente revelado contra una Europa sin fronteras y su lógica permanentemente expansiva. De nuevo, los argumentos son erróneos desde el punto de vista fáctico. Los estudios llevados a cabo por la Comisión Europea en Francia y Holanda inmediatamente después del referéndum muestran que hasta un 82% del no a la Constitución en Francia se debió a razones relacionadas con la economía, el desempleo y la situación social. Significativamente, sólo un 6% de los que votaron no en Francia citaron espontáneamente la ampliación como principal causa de su voto negativo.
Por tanto, aunque es cierto que la ampliación despierta temores en la ciudadanía de todos los Estados miembros, lo que ineludiblemente requiere la atención de los Gobiernos y las instituciones europeas, parece evidente que la responsabilidad de la actual crisis constitucional no puede ser atribuida a la ampliación. Los nuevos miembros no sólo estuvieron en las negociaciones del Tratado de Amsterdam, que fracasaron en lograr las reformas institucionales necesarias para garantizar la ampliación, ni en las negociaciones del Tratado de Niza, que tampoco lograron impulsar definitivamente el proceso de integración hacia la Unión política, por lo que no pueden ser culpabilizados de que dicha Unión no se haya producido.
Quizás un simple contrafáctico sea suficiente para ilustrar gráficamente el problema: ¿tendríamos una Unión política si deshiciéramos la ampliación? Seguramente, no. Por todo ello, cabe afirmar sin lugar a dudas que el discurso antiampliación, generalmente espoleado desde Francia, Alemania y otros, es simplemente una cortina de humo para esconder un hecho tan evidente como que la responsabilidad de la crisis actual es de los "viejos" miembros, no de los nuevos. La realidad es que algunos de los fundadores de la Unión tienen miedo al futuro y que se resisten a perder los privilegios que históricamente les ha asegurado su posición dominante.
Para calmar sus ansiedades, los demás, incluyendo España, hemos aceptado una redistribución sustancial de poder hacia los grandes. También hemos accedido a modificar las reglas del juego del Pacto de Estabilidad hasta que encajaran con sus necesidades particulares y, al parecer, ahora también estamos dispuestos a mirar a otro lado y a no exigirles responsabilidades o alternativas por haber fallado estrepitosamente a la hora de explicar a sus ciudadanos la realidad, necesidad y significado de tratado constitucional. Pero sacrificar la ampliación, ésta y las futuras, como parte de la terapia psicológica, cuando toda evidencia, especialmente desde España, apunta a que las ampliaciones no son el problema, sino un activo importantísimo, se antoja ya un precio desorbitado. Quizás comenzar a decir públicamente la verdad, a saber: que la solución pasa por que algunos de los viejos socios comiencen a creer otra vez en Europa, en su vocación integradora, en su dinamismo, en su relevancia internacional y en su capacidad de transformar el mundo, fuera, para variar, una buena estrategia. Lo logrado por la Unión Europea con esta ampliación es impresionante: gracias a ella, Europa Central y Oriental es hoy una región pacífica, democrática y que crece sostenidamente. No lo echemos también a perder.
José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED.
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