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Columna
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Los nacionalismos se tocan

Josep Ramoneda

Los nacionalismos, como los extremos, se tocan. Ahora que la izquierda ha empezado a abandonar el prejuicio como forma de aproximación a la realidad, quedan los nacionalismos siempre dispuestos a convertir en fundamental la oposición entre nosotros y los otros. Se reían de los que presentaban a la lucha de clases como motor de la historia. No es un motor menos simplista el suyo: la unión de la familia, reservado el derecho de admisión, contra el vecino, porque nada provoca más resentimiento que las pequeñas diferencias, cuya psicopatología describió Freud. Es decir, como más cercanos y más parecidos, más enemigos.

Convergència, con el acompañamiento de una Unió en posición muy discreta, ante la sensación de estar condenada a votar el Estatuto catalán que ella no ha liderado por no cargar con la culpa del fracaso, difícil de justificar para un partido nacionalista, nos está obsequiando con todo el muestrario de su tradicional prejuicio, hasta conducir las cosas a una situación aporética. Los intelectuales orgánicos del espacio nacionalista conservador ya han decretado que este Estatuto, el que salga, será insuficiente y poco ambicioso. Por tanto, prácticamente inútil. Y lo ha decretado conforme a un razonamiento muy simple: un estatuto que sea aprobado en el Parlamento español nunca puede ser un buen estatuto para Cataluña porque para los españoles cualquier cosa que sea buena para los catalanes es mala para ellos. Así de rudimentario -en el sentido más genuino de la palabra- es el argumento, como si todavía estuviéramos en la pelea entre tribus. Pero, efectivamente, a partir de este razonamiento no hay salida. ¿Qué se puede hacer? O un estatuto muy ambicioso, que rompa el techo constitucional, y que, por tanto, se estrelle en el Parlamento español. Y ya se ha visto cómo le ha ido a Ibarretxe. O nada, porque para tener un estatuto aprobado por los españoles mejor no tener ninguno. O sea que en los dos casos la conclusión es la misma: no es deseable un nuevo estatuto para Cataluña.

Curiosamente, ésta es la misma aspiración del nacionalismo español. Invirtiendo el razonamiento, se puede decir que el PP es partidario de rechazar cualquier estatuto que venga del Parlamento catalán porque si es bueno para los catalanes seguro que es malo para los españoles. Y esta maldad se escenifica con palabras mayores como desmantelamiento del Estado o liquidación de España. O sea que los nacionalismos se tocan: a CiU le gustaría ver que el Estatuto fuera rechazado por el Parlamento español porque esto demostraría que todos los partidos españoles son iguales y cargaría la responsabilidad del fracaso en las espaldas de los socialistas, y al PP le gustaría que Maragall se marchara con la cabeza gacha como Ibarretxe para salvar la amenazadísima unidad de la patria.

¿Cuál es entonces la alternativa que ofrece el nacionalismo catalán? Es cierto que a los nacionalistas conservadores les han ocurrido dos tragedias que no estaban previstas: una, que perdieron el Gobierno que creían que, por razones telúricas que sólo el nacionalismo entiende, les pertenecía a ellos en exclusiva; otra, que sus sucesores han intentado lo que ellos no hicieron en 23 años: plantear un nuevo estatuto. Ambas cosas les deberían servir para entender que el país es más complejo de lo que ellos se imaginan y que nadie tiene el monopolio de ninguna nación. Sin embargo, después de sufrir estos dos accidentes: ¿qué ofrecen frente al Estatuto? Seguir alimentando la idea de la incompatibilidad entre Cataluña y España. Seguir explicando que si las cosas no van como deberían ir es porque desde España no se nos deja, manteniendo de este modo la ilusión virtual de un autogobierno de primera clase, con la ventaja de no tener que someterla nunca al test de la realidad. Y seguir creando un país de ficción. No para conseguir que este país pase de la potencia de nación al acto de estado, sino para poder seguir gobernando ellos. Antes, a esta estrategia se le llamaba gradualismo. Una larga espera, sin final preciso, durante la cual ir consiguiendo pequeñas mejoras, negociación a negociación. Ésta era la imagen del pujolismo. Pero, cuando Pujol se ha ido, sólo ha quedado el inmovilismo del que quiere ser más radical que nadie. Y el radicalismo, a menudo, es una forma de impotencia.

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