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Columna
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Rodar en Madrid

Es como si a Woody Allen le impidieran rodar en Central Park o Manhattan, se queja el cineasta madrileño David Trueba, pidiendo perdón por la comparación. A Trueba no le dejaron ni entrar en el Teatro Real, donde la protagonista femenina del filme tenía que ensayar con su viola, ni tampoco en la Maternidad de O'Donnell. Madrid primer plató de las Españas se cierra en banda ante las cámaras al tiempo que sus instituciones, sigue diciendo el director, se gastan miles de millones en campañas turísticas. No ha tenido la Gran Manzana mejor propagandista que Allen, ni Manhattan mejor cicerone, pero eso no cuenta para "el funcionario enrevesado y retorcido que se cree dueño de cosas que pagamos todos"

La imagen de Madrid se ha reflejado mil veces en las pantallas, ha crecido y se ha multiplicado ante el ojo deformante de la cámara. Hubo un tiempo en que las películas madrileñas despegaban, por ejemplo, de la Cibeles, sobrevolada por una voz en off que presentaba la ciudad a los espectadores antes de buscar entre la multitud anónima a los personajes de su comedia humana. Madrid telón de fondo, decorado por el que transitaban entrañables actores secundarios, de reparto para ser políticamente correctos, grandes tipos y magníficos comediantes, corifeos que acompañaban al insustituible Tony Leblanc, al eximio Isbert o al malogrado José Luis Ozores, de tal modo que película a película se construía una saga, se hacía una historia, se inventaba y reinventaba una ciudad de timadores de la "estampita", guardias urbanos, urbanísimos, en las encrucijadas principales, taxistas jacarandosos y amigos de la cháchara, militares sin graduación y pobres chicas que tenían que servir, taberneros de Valdepeñas y aceitunas, horteras de comercio y modistillas despiertas, oficinistas y pícaros, afanosos burócratas y ociosos paseantes.

Al margen de la calidad de los filmes, la villa cortesana siempre salía favorecida en sus retratos: Paco Martínez Soria con sus gallinas y su boina perdido en el tráfago de Atocha, reivindicación del honrado y campechano paleto sin doblez en la ciudad ajena y maliciosa que no está hecha para él. Madrid de la plaza Mayor al Rastro, de Sol a la Puerta de Alcalá, profanada por los "señoritos" frívolos de Siempre es domingo, que pasaban bajo sus nobles arcos a escape libre en sus modernos automóviles, antes de que les cayera encima la moraleja fílmica, justiciera y redentora. Un Madrid de celuloide, costumbrismo en blanco y negro y modernidad en tecnicolor. Una tradición ininterrumpida: Almodóvar en el barrio de La Concepción (Qué he hecho yo para merecer esto) o en los barracones de La Ventilla (Carne trémula) a la sombra de las Torres Kio, símbolo satánico en El día de la Bestia, de Alex de la Iglesia, que redescubrió también el icono del edificio Carrión (Capitol) en la plaza de Callao. El Madrid de Galdós, de Baroja o de Cela, sobre el Madrid de Arniches o el de Lazaga, de los Ozores o de los Trueba.

Pero parece ser que rodar hoy en Madrid es rodar de despacho en despacho en busca de autorizaciones y permisos, trámites y pólizas. No hay razón para la cerrazón y la sinrazón municipal y espesa que pone trabas a los cineastas que quieren retratar la ciudad de sus sueños y de sus desvelos. El funcionario enrevesado y retorcido se escuda, mezquino y miserable, en las molestias que los rodajes callejeros, o en edificios públicos, pueden causar a la ciudadanía, vana y peregrina excusa en el "Madrid anárquico, sucio y feo, hostil con obras y atascos, donde nada está preparado ni calculado para ser un placer al ciudadano sino todo lo contrario", como dice David Trueba, ese Madrid que también estará en su película, aunque haya que retratarlo a hurtadillas y huyendo de los guardias de la porra. Quizá sea eso, quizás nuestros ediles y funcionarios no quieren quedar en evidencia, no quieren que le saquen los colores a esta ciudad hecha de ruido y de furia y gestionada por imbéciles.

Un día soñé con construir la película de Madrid a base de retazos, fragmentos y viñetas de los cientos de filmes que se rodaron en ella. Una película interrumpida e inconclusa por obra y falacia de una cuadrilla de individuos ineptos, feos y hostiles como los que le pusieron trabas a Trueba y nos aguaron la fiesta una vez más.

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