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Columna
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La nueva Creu de Sant Jordi

Hace unos días Ferran Toutain (EL PAÍS, 15 de julio) lamentaba en estas páginas que llevamos demasiados años bajo el yugo del nacionalismo. Toutain culpaba a la clase política nacionalista de haber enfrentado a los catalanes de comarcas con los del cinturón barcelonés y pedía que Maragall se desmarque del discurso de Pujol. Pero el lastre que impide tal emancipación política no es el catalanismo, que al fin y al cabo es un movimiento de más de 100 años, sino la inercia del antifranquismo.

La clase política catalana vive todavía hoy del impulso que le dio la lucha contra el régimen. El antifranquismo disolvió en la corriente de una misma manifestación al obrero de L'Hospitalet y al filólogo de Òmnium. Después, durante la transición, CiU se hizo cargo del filólogo de Òmnium, y el PSC del obrero de L'Hospitalet. Y hoy el tripartito todavía parece confiar en el horizonte de la lucha antifranquista, que es su referente sentimental, para hacer converger estos dos mundos. Pero en los últimos 30 años el país ha cambiado. Hoy el filólogo ha tenido que alquilar un piso en Cornellà y allí vota a ERC y el trabajador de L'Hospitalet, aunque continúe votando a Felipe, cada día es menos obrero.

Era posible que Artur Mas ganara las últimas elecciones autonómicas en parte por ser el único candidato sin antecedentes antifranquistas, el auténtico relevo generacional. Pero los ciclos generacionales a veces se empeñan en superponerse a los ciclos históricos: si disfrutamos de 40 años de franquismo, ahora vamos a tener 40 más de antifranquismo. Desde la muerte del dictador, España ha pasado por el Gobierno antifranquista de González y el neofranquista de Aznar antes de llegar al Gobierno de Zapatero, que es ya, generacional y psicológicamente, un nieto de la Guerra Civil. Cada comunidad tiene sus ciclos (en Galicia acaba de terminar el franquismo), pero cada nuevo ciclo arrastra elementos del anterior: si CiU capitalizó y se nutrió de la reacción antifranquista, Pujol ha propiciado la convergencia de tres partidos, porque la figura de conseller en cap, creada a la medida de Artur Mas, ha permitido fraguar una coalición adversaria. Pujol es paradójicamente el fundador del tripartito, que es sin duda un nuevo régimen, pero con los mismos personajes antifranquistas de siempre.

¿Y qué es hoy un político antifranquista? Maragall, Saura y Carod Rovira tuvieron que luchar contra la censura del régimen y su arma principal fue la propaganda clandestina. Su aprendizaje político marcó su posterior modus operandi. La abnegación con que todavía hoy nos inculcan valores cívicos es fruto de esta concepción propagandista de la política. Sin esta vocación no hubiéramos tenido unos Juegos Olímpicos (aunque nos habríamos ahorrado el Fórum). Sin este virtuosismo propagandista, hoy Barcelona no sería la ciudad más guapa y narcicista del mundo. Gracias también a la propaganda, que lo encubre todo, consiguen muchas veces ocultar la censura que ellos, políticos responsables, han aprendido a ejercer.

La censura es hoy el arte del eufemismo. El malentendido actual se debe a que la palabra estatuto ha sido, desde las últimas elecciones, un eufemismo de financiación. Cuando Maragall prometía un nuevo Estatut, los catalanes entendían

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