¿Por qué no se harán más?
Madrid ardía ayer en una olla exprés veraniega. Dicen, además, que la música clásica es de minorías y, pese a los termómetros y a las verdades preconcebidas, prejuiciosas y tendentes a castrar los gustos de la gente, Daniel Barenboim, su maravillosa Staatskapelle de Berlín y Ludwig van Beethoven reunieron en la plaza Mayor a cerca de 10.000 personas, 4.000 de ellas aparcadas en sillas y el resto en pie, apostadas entre las estatuas y las farolas o asomadas a los balcones.
Mereció la pena, vaya si mereció la pena el homenaje que se rindió ayer a las víctimas del atentado del 7 de julio en Londres. La ciudad hermana del dolor quiso acordarse ayer de los suyos al abrigo fraterno de la Novena sinfonía de Beethoven, estrenada por el compositor en Viena en 1824.
El concierto estaba ya planeado desde que el año pasado el director de orquesta judío, nacido en Buenos Aires en 1942 y ahora con nacionalidad española, triunfara con la Tercera, en memoria del 11-M, también rodeado del calor de un público que le vitoreó, como ayer, con casi diez minutos de aplausos y que disfrutó con su arte interpretativo y se emocionó ante el poder arrebatador de la música en la calle, aunque los acontecimientos de la semana pasada en Londres le dieran al concierto una dimensión más solemne y más solidaria.
Así todo, ¿por qué no se harán más? Pese a que es imposible controlar los murmullos de las terrazas de la plaza, los móviles -que sonaron, pero bastante menos que en un auditorio o en un teatro de postín-; pese a que no hay forma de callar algún ladrido de perro al fondo de los soportales, ni alguna discusión de los seguratas con pinganillo en pleno Allegro ma non troppo -arrebatador primer movimiento, parecía que la tierra se abría en dos-, ¿por qué no se harán más?
Todos los inconvenientes, la espontaneidad del reino de la calle, con aplausos que respondían más a la emoción de los momentos concretos que a los cánones inventados por no se sabe quién, no restaron un ápice al disfrute de la mayoría. Al revés, ni los músicos, ni los más entendidos fruncieron el ceño en ningún momento, nadie desmejoró, ni zancadilleó la soberbia potencia, el vigor, el poder sonoro de una orquesta y un coro que es difícilmente superable hoy en este repertorio. Nadie dejó de percibir la cuerda majestuosa y reordenada por el director en alturas diferentes a las habituales, ninguno escapó a la contundencia esclarecedora de una sección de viento superdotada, ni se perdió detalle de la elegancia vocal de los solistas de lujo con Angela Denoke (soprano), Simone Schröder (mezzosoprano), Thomas Moser (tenor) y Alexander Vinogradov (bajo) acompañando a un coro portentoso. Es difícil, además, llegar al nivel que alcanzó la orquesta en el riquísimo Adagio, lleno de sutileza en los colores, en los tonos, ni aproximarse al regodeo y la potencia apoteósica que todos consiguieron en el último movimiento, pero, pese a que no se repita siempre el nivel de ayer, ¿por qué no se harán más?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.