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COLUMNISTAS
Columna
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Identidad: turista

Cientos de miles de ciudadanos atraviesan estos días los cielos y las tierras, en busca de solaz. Desde que yo escribo esto hasta que ustedes me lean, multitudes de todo el planeta se habrán desplazado hacia otro lugar. Ustedes mismos. Yo, moi, myself. Los que no tenemos necesidad de subirnos, desesperados, a la patera de la emigración, sentimos sin embargo el impulso irreversible de conocer mundo, cambiar de aires, despejar la boira, ampliar el círculo de nuestras amistades, broncearnos en la playa, ingerir bebidas servidas en coco con una sombrillita de papel, envolvernos en un pareo… O bien: queremos visitar catedrales, templos griegos, templos romanos, templos egipcios, tumbas griegas, tumbas romanas, tumbas egipcias… Nuevos ríos, nuevos mares, nuevos lagos, nuevos montes, nuevos volcanes.

El prurito turístico se ha convertido en la característica más destacada del ser humano de nuestros días perteneciente a la categoría primermundista, aunque sea en versión Viaje a Londres por sólo 6 euros reservando su billete en el último momento por Internet. El firmamento está plagado (no quiero ni pensarlo) de aeronaves de todos los tamaños y precios, atestadas de gente deseosa de saciar su curiosidad y sus ansias viajeras, por fin al alcance de casi todos los bolsillos y con el aliciente, además, de que no pecamos de anticapitalismo, pues seguimos haciendo ricos a los de siempre. Es decir, a quienes se han acomodado a los nuevos tiempos y, además de los grandes complejos hoteleros de lujo, controlan la compañía aérea y el pequeño avión, el autocar que nos recogerá en el aeropuerto y el hotel en donde nos depositará, las diversiones que pondrá a nuestro alcance y el viaje de regreso. Ningún remordimiento ni rebelión en las masas, por consiguiente.

En esta profusión de remolinos que van y vienen descubro yo un notable avance de la humanidad, y no sólo porque se supone que viajar ilustra. Lo digo porque, sobre todo, viajar confunde. Y la confusión, la sopa turística practicada durante, pongamos, una generación (estamos empezando justo ahora a viajar industrialmente), puede que acabe por diluir las identidades asesinas y las amorfas, las adquiridas con fanatismo e incluso las revocadas.

-Y usted, ¿de dónde es? ¿Cuáles son sus orígenes? ¿A qué culto pertenece?

-Pues mire, al principio era de SpanAir, pero con el tiempo le cogí el gusto a CorreVuela, y por lo demás, lo que a mí me arrebata es entrar en un H & M y comprarme, barato de la muerte y hecho por los coreanos o los chinos, un equipo de verano consistente en camisetas ajustadas por encima del michelín y pantalones anchos por debajo de la barriga, más doce pendientes de plástico para las orejas por el precio de uno. ¿Cómo lo ve?

Inofensivo, desde luego.

Mentes preclaras y defensoras de lo patrimonial artístico ya han puesto el grito en el cielo, pues temen que el aluvión visitante acabe por arruinar aquellas bellezas pétreas que precisamente lo atraen. Pero yo no me preocuparía. Hace unos días, en Granada, ciudad preciosa y media que recibe visitantes todo el año, miré a mi alrededor y comprendí lo que vale un peine mezclado. Estábamos, en una hermosa plaza, un montón de gente, escuchando uno de los conciertos gratuitos de Festivalextensión, que es como se llama a la extensión callejera de las actividades del Festival de Música y Danza de Granada. Los unos, sentados en las sillas de tijera habilitadas para la ocasión, granadinos enamorados de su ciudad y de sus espectáculos; los otros, turistas felices, gozaban de la música sentados en las terrazas de los cafés. Otros más, que pasábamos por allí, habíamos sido sorprendidos por el esplendor de un movimiento de la Quinta de Mahler interpretado por el grupo de Metales y Percusión Alham-Brass. Hacía mucho calor y sudábamos. Levantábamos nuestros móviles multiusos y sacábamos fotos de los músicos.

Miré alrededor, pues, y vi la mezcla, la confusión, el bendito caos de la carne turística. Todos iguales, al fin. Vestidos como los Soprano en vacaciones, pero iguales.

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