Una guerra sin cuartel
Estamos sorprendidos por el reducido número de prisioneros encontrado. No nos han dado ninguna explicación sobre dónde puede estar el resto y eso nos preocupa". Este escueto y muy diplomático comentario del 31 de julio de 1995 de Christophe Girod, vicepresidente del Comité Internacional de la Cruz Roja para los Balcanes, ya reforzaba, tres semanas después de la toma de Srebrenica por las fuerzas serbias dirigidas por el general Ratko Mladic, los peores temores de muchos que para algunos era ya certeza. Los cálculos hechos por las autoridades bosnias, los observadores militares de la ONU y la OTAN, basados en testimonios de quienes habían llegado a territorio controlado por el ejército bosnio, habían ido filtrándose poco a poco a lo largo de esos días y venían a coincidir en tres puntos clave.
Primero: tras la toma de Srebrenica, las fuerzas serbias separaron a todos los varones sanos entre 14 y 65 años -unos 15.000- del resto de la población -unos 25.000-, mujeres ancianos y niños pequeños.
Segundo: los hombres, hacinados en grandes bolsas humanas en campo abierto, apartados de sus familias, recibieron numerosas informaciones sobre la ejecución masiva de prisioneros en edad militar en los alrededores del enclave y se lanzaron a la huida en carrera desesperada por los campos de minas. Desperdigados y bajo un intenso fuego de ametralladoras y morteros serbios, tan sólo lograron llegar a territorio bosnio entre 6.000 y 7.000 hombres.
Tercero: los demás supervivientes fueron capturados por las tropas de Mladic y encerrado en escuelas y otras instalaciones públicas.
Fotografías de satélites norteamericanos de los días 13, 14 y 15 de julio, hechas públicas semanas más tarde, mostraban, primero, grandes aglomeraciones de prisioneros a cielo abierto, y, días después, terrenos sin rastro humano, removidos por excavadoras y huellas de maquinaria pesada. Quienes veían las imágenes sabían ya lo que había sucedido, pero la postura oficial de la comunidad internacional seguía evitando conclusiones.
De los más de 8.000 prisioneros que debían estar en manos serbias, la Cruz Roja sólo logró ver a poco más de 200 en la primera visita que permite el general Mladic. A lo largo de las semanas siguientes llegan a zona bosnia supervivientes que hablan de pilas de cadáveres y camiones repletos de prisioneros que volvían vacíos a recargar en los centros de detención.
Es difícil definir la impotencia de la comunidad internacional durante aquel trágico año, pero sólo era la lógica consecuencia de la debilidad y división demostrada especialmente por Europa durante los tres años de guerra previos, y, antes, durante los largos preparativos para esta operación de limpieza étnica, pensada, organizada y dirigida por el régimen de Milosevic. Aquella tragedia comenzó como buena nueva con el hundimiento de los regímenes comunistas en Centroeuropa. Desmoronada la ideología sobre la que basaban su legitimidad histórica, los aparatos comunistas de las diferentes repúblicas encuentran en el nacionalismo su ideología sustitutoria.
Milosevic, un líder carismático joven y osado, derriba a la cúpula de grises aparatchiks serbios y moviliza al pueblo contra un enemigo exterior, un pueblo odiado, imprescindible en su estrategia. Ese papel lo cumplen los albaneses kosovares, musulmanes en su mayoría, que habitan una provincia autónoma en el sur y que, según las leyendas nacionales serbias, es la cuna y el baluarte del espíritu nacional. La palabra mágica para lograr la incondicional adhesión del pueblo serbio a su proyecto supremacista es Kosovo. De allí se extendería la fuerza expansionista nacionalista que en Bosnia tendría por enemigos a otros musulmanes, los bosnios.
En Kosovo comienza Milosevic la aplicación de su plan para hacer de los serbios la nación hegemónica en la agónica Yugoslavia forjada por Tito con represión masiva del nacionalismo y un sistema de equilibrio de poderes en la dictadura. Este sistema quedó definitivamente periclitado por la exigencia de supremacía racial serbia formulada por el caudillo, un comunista que no habla de comunismo y convierte el mito nacional medieval en doctrina de Estado.
Si en 1987, con su ascenso al poder en Serbia, ya consigue liquidar la autonomía de Kosovo y de la Voivodina, donde conviven serbios con una minoría húngara, en 1989 comienza la aplicación brutal del régimen de apartheid en Kosovo, donde la exigua minoría serbia pasa a asumir todos los poderes y la mayoría albanesa es desposeída de sus derechos.
Croacia y Eslovenia se rebelan contra los intentos de Milosevic en convertirlas en minorías en una Yugoslavia de hegemonía serbia. Llegan las proclamaciones de independencia en junio de 1991, y con ellas la guerra. Un año más tarde se extiende inevitablemente a Bosnia, donde conviven musulmanes, croatas y serbios. Milosevic quiere unir todas las "tierras serbias" desde la Krajina a Kosovo, y por tanto hacer suya Bosnia entera. Si al principio la guerra parece un paseo militar para los serbios, pronto Croacia se organiza con fuerte ayuda exterior y no tardan en llegar los primeros fracasos del ejército serbio.
En 1995, Croacia logra romper las defensas serbias en su territorio y en una gran ofensiva por la Krajina provoca una inmensa oleada de refugiados serbios hacia el sur. En la guerra sin cuartel por territorio propio limpio de individuos de otras etnias se inscribe la matanza de Srebrenica.
Es el presidente Bill Clinton, quien decide una intervención para poner fin a las matanzas y a la sistemática humillación de las fuerzas de la ONU que culminaron en Srebrenica con la vergonzosa actuación de unas tropas holandesas que entregaron sin resistencia a la población musulmana a sus verdugos. Mucho se ha escrito sobre la ignominia de aquel negro capítulo de la historia europea. Pero aún está por escribir el relato completo de la pasividad, cuando no connivencia, de una Europa dubitativa e impotente ante los sistemáticos crímenes serbios de la población civil que comenzó ya en 1991, después emulados por los croatas. Su impunidad, que no quedó rota hasta después de la frágil Paz de Dayton, después de 300.000 muertos, 10.000 desaparecidos y cuatro millones de refugiados.
La falta de decisión de las democracias frente al racismo nacionalista dejó así en Bosnia, en Srebrenica, un testimonio imperecedero y una advertencia sobre el inconcebible potencial criminal.
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