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Columna
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Teoría del intermediario

Hace poco vi por televisión como unos agricultores españoles destruían 3.000 kilos de patatas. Humillados por el bajo precio que obtenían, una miseria, los campesinos mostraban no sólo su lógico enfado, sino otras cosas tan obvias como sutiles. Por ejemplo, la incongruencia de que se destruya comida cuando miles de personas siguen muriéndose de hambre en el mundo. Con ese gesto destructivo contribuían también al encarecimiento de un producto tan elemental en la dieta de cualquiera.

Hice un pequeño cálculo: cada patata (entera) que yo como cuesta más de un euro si lo hago en un restaurante mediano y medio euro si es en mi casa. Lo más lógico, claro, sería haber podido comprar directamente las patatas a los agricultores. Eso necesitaría un viaje -aunque corto, costoso en tiempo y gasolina- al campo de patatas; mejor comprar, entonces, unos cuantos kilos para venderlos a vecinos y conocidos, lo que añade más esfuerzo en tiempo y disponibilidad. Para encontrarme a mí, consumidora de patatas, los agricultores tienen los mismos problemas. Ellos y nosotros, consumidores, estamos destinados, sin embargo, a coincidir, pero siempre a través de la equívoca y rocambolesca constante: el intermediario.

La figura del intermediario existe para facilitarnos las cosas y, con ello, se gana la vida. Muy bien, encantados de disponer de patatas y ahorrarnos problemas. Sucede que la especie del intermediario tiene hoy una altísima facilidad de reproducción. Uno de ellos compra las patatas, otro las financia, otro las empaqueta, otro las carga, otro las deja en un almacén, otro las lleva en camión o en tren a la otra punta, otro las baja, otro las vuelve a almacenar, otro las organiza, otro las envía, al fin, a la tienda donde las patatas nos esperan a un precio asombroso. Todas y cada una de estas operaciones, si son legales, además de dar de comer a mucha gente, pagan impuestos. Es decir, que con cada patata que degustamos no sólo hacemos política laboral, sino que contribuimos a nuestras propias necesidades sociales. Visto así, lo raro es que las patatas sean baratas.

Lo mismo, pero a lo bárbaro, sucede con el petróleo que derrochamos en forma de gasolina y con casi todo de lo que hacemos, utilizamos y hasta pensamos. Yo misma ejerzo ahora de intermediaria al otorgar la relevancia de un artículo a un asunto tan banal. El intermediario hace circular productos e ideas dejando su huella en este trasiego. No es lo mismo escribir que "la mitad de los españoles están satisfechos con su trabajo" -el 51% según el CIS- que "casi la mitad de los españoles no están satisfechos con su trabajo". La intermediación incluye, por lo general, un punto de vista que influye, al menos, sobre el estado de ánimo.

El famoso fiasco del túnel del Carmel es un espectacular encadenado de intermediarios que diseñan, negocian, otorgan, contratan, negocian más, subcontratan, negocian y vuelven a subcontratar hasta que existe un túnel o un desastre. Esta cadena es, con frecuencia, un misterio insondable: ¿a quién compete arreglar el apagón de un ordenador? En este caso, se puede escoger entre el programador, el fabricante del aparato, el suministrador, el servidor, la compañía de teléfonos o la de la luz, un virus, la impresora y vaya usted a saber qué más, aparte de la incompetencia del usuario o de todos a la vez. La acumulación de intermediarios es lo que ahora algunos, muy ufanos, llaman sociedad compleja, otros sociedad del conocimiento o sociedad posindustrial. La realidad es que entre el origen y el final de la cosa hay, a veces, una completa vuelta al mundo y siempre un costosísimo enredo de competencias, prestigios y actividades. Alguien debería acotar la teoría del intermediario si nos interesa saber lo que hoy vale un peine. En todos los sentidos, para lo mejor y lo peor, estamos en sus manos.

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