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Columna
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Música

Falta agua, y las autoridades avisan de que, si no llueve y seguimos gastando, en Málaga se habrá acabado el agua en noviembre, otoño seco, cuando en verano llegan los turistas a las playas, piscinas y campos de golf, feliz despilfarro de agua que transforma el mundo, mal beneficioso.

Me entero de que la London Symphony Orchestra, dirigida por Colin Davis, toca el sábado por la noche en Granada el concierto para violonchelo de Elgar. Elgar tuvo una influencia póstuma y fundamental en la música del cine de Hollywood de los años 50, con su mezcla de pomposidad y alegre sociabilidad, pero, cuando escribía su concierto para violonchelo, salía triste de la guerra de 1914. En carta a un amigo dijo que todo lo bueno y agradable, todo lo limpio y dulce y puro, se había ido para nunca volver. Hay en algunas épocas la sensación de que todo se acaba irreparablemente, aunque luego se sucedan años optimistas, como los años 20 y la euforia de los años 60 y 80 y 90 del siglo pasado.

Entonces yo leía ciencia ficción, J. G. Ballard, por ejemplo, que tiene cuatro novelas de cataclismos. Se derretían el Polo Norte y el Polo Sur y se inundaba la Tierra, arrasada por vientos trepidantes, y los bosques se cristalizaban, o, en lugar del anegamiento general del mundo, se padecía una sequía mortal: Ballard preveía todas las posibilidades del futuro mutante, y el futuro era el siglo XXI, precisamente, ahora mismo. El futuro, decía Ballard, no estaba en Marte ni en la Luna, sino en la Tierra, el único planeta verdaderamente extraño.

Donde vivo, en Nerja, en la frontera de Málaga con Granada, han desaparecido los huertos que había dentro de las casas: no gastarán más agua en riego. Se ha producido una elevación y ensanchamiento de los edificios. El proceso de desecación y petrificación se complementa con la desaparición de las huertas de las afueras. Cuando llegué aquí, hace poco más de diez años, el agua era distinta (todavía se bebía en aquel tiempo agua del grifo), y no habían levantado la primera muralla de bloques, hacia el oeste, hacia Torrox, para cumplir otra de las utopías imaginadas por Ballard: la vida en un único bloque gigante de voraces consumidores de agua, ahora que, además, las técnicas arquitectónicas permiten la edificación en terrenos antes inhabitables. No hay huertos: hay miles de habitantes más.

Estas murallas de pisos tabican el mar y significan prosperidad inmediata, aunque, para imaginar la comarca en el futuro, nos exijan la visión cataclísmica de Ballard. La impresión de desastre aplazado está muy generalizada aquí, pero, por el momento, se considera necesario el disparate: hay que vivir bien, experiencia corta y limitada, y cada individuo se considera un mundo en extinción: nadie vive mucho más de 100 años. Así que no habrá tiempo para que vuelva lo que se está perdiendo ahora, como escribió Elgar en su carta. Lo oigo en disco porque no puedo ir a Granada, y pienso en Ballard, que veía sus cataclismos imaginarios con optimismo: experiencias extremas que propician nuevos desarrollos del carácter humano.

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