La otra cosa
En palabras del Arcipreste de Hita (siguiendo a Aristóteles), "el hombre por dos cosas se mueve": la primera por conseguir el sustento; la otra cosa era... eso. Dado el inmenso auge de la literatura gastronómica, sorprende un poco que (salvo en circuitos especializados) abunden tan poco las publicaciones dedicadas a los placeres de la carne. Los azares o los designios editoriales han hecho coincidir dos libros del mismo sello, dedicados uno a la lujuria y otro a la pornografía, ambos escritos por filósofos (británico y francés, respectivamente).
Simon Blackburn (autor de libros tan populares como Pensar y Sobre la bondad) aceptó el envite de dictar una de las conferencias sobre los siete pecados capitales que programaron Oxford University Press (Estados Unidos) y la biblioteca pública de Nueva York. Se califican de pecados "principales" porque provocan a su vez otros pecados. La lista que hoy manejamos se debe a Gregorio Magno, en el siglo VI (para una información autorizada sobre estas siete lacras... y las virtudes opuestas, véase la enciclopedia web de las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María en http://www.corazones.org).
LUJURIA
Simon Blackburn
Traducción de Manel Martí Viudes
Paidós. Barcelona, 2005
192 páginas. 14,50 euros
PENSAR LA PORNOGRAFÍA
Ruwen Ogien
Traducción de Ramón Vilà
Paidós. Barcelona, 2005
208 páginas. 12 euros
Todos hemos sentido los embates de la lujuria, lo que excusa a Blackburn de intentar definirla (y a mí de glosarle): su tarea se limita a asediarla apelando a las armas de la literatura, de la filosofía, de la religión y de la ciencia. Dado que "buena parte de la literatura mundial está consagrada al amor erótico", y que las indagaciones sobr el tema con diversos propósitos son extensísimas, Blackburn no puede hacer un recorrido sistemático, sino un "paseo". Éste es ameno y sugerente, entreverado de citas y animado de ilustraciones. Comienza por el Deseo (¿por dónde si no?), y ahí acudirán los versos de Safo ("cuando / te miro un solo instante, ya no puedo / decir ni una palabra") y el peritaje de los neurofisiólogos acerca de los cuatro sistemas corporales implicados: del endocrino al genitourinario. Pasa por el Exceso (Hipócrates sembrará la idea de que los calvos lo son porque "con el trato sexual sus cabezas se agitan y calientan"), para desembocar en dos metáforas platónicas, que sitúan el problema desde la perspectiva personal y social, respectivamente: la pareja de corceles, el fogoso y el retenido, controlados por el auriga, y el andrógino primordial, dividido en dos mitades que desde entonces buscan ardientemente su reunificación... Aunque no todos buscan reunificarse: Diógenes y Oscar Wilde nos llevan en un paréntesis a tratar una solución lujuriosa al alcance de todos, la masturbación. Para el cínico Wilde "es más limpia, más eficiente y te encuentras con mejores personas".
¿De dónde proviene el pánico
cristiano ante la senda tenebrosa del sexo? Sus raíces se encuentran en san Agustín (que de lujuria sabía mucho), y su configuración nos lleva al sabroso debate sobre si en el Paraíso, antes de la Caída, hubo sexo entre Adán y Eva, y en caso afirmativo, si existió placer. Si el sexo es algo malo, como resulta, ¿qué hacemos con la procreación (con la que guarda cierta relación)?: ahí se estudian las posturas católicas sobre la fornicación dentro del matrimonio, que se remontan a santo Tomás, y las consiguientes sutilezas anticonceptivas (que permiten, por ejemplo, usar un calendario, pero no otros medios). Para tratar la ceguera y las ilusiones del amor erótico se recaba la colaboración de Shakespeare y Dorothy Parker. Para ésta, cuando la mujer dice al hombre que es suya, y éste jura pasión inagotable, "Señora, tomad nota de esto: / uno de los dos está mintiendo" (por cierto, la sensible traducción de Ramón Vilà se extiende afortunadamente a las piezas literarias insertadas en la obra). Y una interesante conclusión: si la elección es entre lujuria más ilusiones y lujuria a secas, no hay argumentos para preferir lo primero...
Hobbes viene a poner orden en este pantanoso tema, introduciendo una de las claves, la intersubjetividad, que Blackburn glosa así: "A le da placer a B. A B le place lo que A está haciendo, y a A le place el placer de B. Esto también debería placer a B" (el lector puede proseguir por su cuenta este juego de espejos). La sensación de unidad con otra persona que da el placer compartido se explica así por esta sensación de estar interpretando en conjunto una partitura no escrita... Pero toda una línea de pensamiento, que comienza en Kant, considera inevitable la degradación del objeto erótico. Un maravilloso poema de los años treinta de Edna St. Vincent Millay lo plantea, curiosamente, desde el lado femenino: "Yo, nacida mujer... me siento empujada... a cargar el peso de vuestro cuerpo sobre mi pecho... Quiero dejarlo claro: considero que esta ansia no es razón suficiente para mantener una conversación cuando nos volvamos a ver". Otro tema escabroso (realmente Blackburn no los elude) es el de saber si el deseo lujurioso es algo genérico, que puede encontrar su satisfacción en cualquier objeto, o si está dirigido a una persona en concreto. La cuestión es importante, porque afecta a la consideración de los medios en los que, en rigor, no hay un otro con el que trenzar el juego hobbesiano: prostitución y pornografía...
Pero de esto último quien sabe más es el filósofo moral Ruwen Ogien. Pensar la pornografía es un libro más árido que Lujuria: está escrito con la estructura lógica y el escalpelo de un filósofo analítico, y el resultado es frío (lo que quizá convenga a lo caldeado del tema). Ogien realiza un clarificador recorrido por la historia de las definiciones del concepto, que abundan, por la sencilla razón de que legisladores y educadores han venido considerando necesario proscribir el acceso a determinadas representaciones de contenido sexual. La revisión histórica es muy curiosa: mientras la pornografía era patrimonio exclusivo de las clases acomodadas, la cuestión no se considera problemática. Pero cuando aparecen los medios técnicos de reproducción (de la imprenta popularizada a la fotografía) la cosa cambia: "Las personas con opiniones hechas dicen que esas imágenes causan un considerable perjuicio a los demás", escribía Bertrand Russell, "pero ni una sola de aquéllas quiere reconocer que les han causado perjuicio a ellas". Y el tema de la protección de los más indefensos (antes, las clases populares; hoy, los niños) es constante en el discurso sobre lo pornográfico.
La extensión de Internet ha provocado un auge desmesurado en la oferta y el consumo de pornografía (en esto último España está muy a la cabeza de los países de nuestro entorno), lo que hace aún más necesaria la revisión que plantea Ogien. Los puntos debatidos son variados; por ejemplo: la pornografía, ¿puede considerarse educativa? Hay que reconocer que el cunnilinguis y la estimulación clitoridiana deben más a este género que a cualquier manual de educación sexual... ¿Es una forma insidiosa de discriminación sexual? Dependiendo de los estudios y las fuentes (y una baza clave de Ogien es presentar las encuestas "científicas" en su contexto ideológico), o bien la mujer es objeto único de degradación en las representaciones pornográficas: sometidas, violadas, golpeadas; o bien éstas degradan por igual a mujeres y hombres (muñecos erectos siempre disponibles); o bien, no hay degradación alguna. Otros temas a los que se pasa revista son los fenómenos de "saturación" ante el consumo constante y las dependencias psicológicas (o adicciones), o el sesgo homosexual (masculino) que puede estar tomando subrepticiamente la pornografía (heterosexual) contemporánea, con su énfasis en las felaciones y en la penetración anal.
La pregunta clave del libro
es: ¿qué molesta, en definitiva, de la pornografía? Para Ogien está claro: que, a pesar de datos y estudios que señalarían su (relativa) inocuidad, choca con preconceptos demasiado arraigados sobre lo que debería ser la sexualidad humana. Y esto no puede extrañarnos: se trata de un tema que no sólo lleva preocupándonos desde mucho antes de Platón, sino que además tiene grandes implicaciones políticas: cualquier postura, a favor o en contra, crea extraños compañeros de cama, como el apoyo (luego lamentado) de cierto feminismo norteamericano a las posturas prohibicionistas provenientes del estamento más reaccionario del país. Cualquier control, por otra parte, exige definiciones claras de lo pornográfico, y éstas pueden (lo sabemos desde el Ulysses joyciano, y aun antes) convertirse en formas de censura.
Y es que ante el deseo, la lujuria (o sus representaciones), es difícil permanecer impasible, incluso con sentimientos contrapuestos. Quizá nadie lo retrató mejor que Woody Allen: "Vivimos en una sociedad demasiado permisiva. La pornografía nunca se había exhibido con tal impudor. ¡Y encima las imágenes están desenfocadas!".
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