Que los expulsen del club de Naciones Unidas
La mayoría de los lectores habrán oído hablar de los clubes de caballeros londinenses. Fundados en el siglo XVIII, tienen ahora réplicas en todas partes, desde Buenos Aires hasta Hong Kong, pasando por Chicago o El Cairo. Son exclusivos, es decir, uno solicita su ingreso (normalmente con el respaldo de otros socios) y después firma un contrato aceptando las normas del club. En caso de que con posterioridad incumpliera dichas normas, podría ser suspendido, o incluso expulsado completamente del club. Esto está pensado para mantener unos niveles de buen comportamiento elevados, o, por lo menos, no embarazosamente bajos. Hay un club, que sigue líneas similares, sólo para gobiernos. Se denomina Naciones Unidas, la organización de 191 países que se reúne para establecer la política mundial. También es exclusivo. Hay que ser país para solicitar el ingreso. Y al solicitarlo, cada país promete obedecer las normas del club. El mero hecho de convertirse en Estado soberano independiente (pongamos, tras la descolonización, o la división de la ex Unión Soviética) no da automáticamente, o no debería dar, derecho a la entrada en el club de Naciones Unidas. La asociación es sólo para los "países amantes de la paz" que cumplan de buena fe los principios enunciados en la Carta de Naciones Unidas.
Esos principios son bastante abrumadores. Este breve artículo no puede repasar todas las exigencias planteadas a cada nuevo miembro, pero la Carta insiste en que todas las naciones ayuden al Consejo de Seguridad en el mantenimiento de la seguridad internacional. Por ejemplo, hasta el miembro más pequeño tiene que estar dispuesto a poner sus recursos (derechos de tránsito, logística, etcétera) a disposición de las operaciones de paz. Cada país promete también solemnemente promover y fomentar "el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos sin distinción de raza, sexo, lengua o religión", como se exige claramente en el Artículo 1, Parte Tercera, Capítulo Primero. Éstas son las normas del club y no debería haber manera de librarse de ellas. ¿Qué ocurre, entonces, si un miembro del club no se adapta a estas normas? Nuevamente, la Carta lo deja claro: la nación delincuente puede ser expulsada para siempre. Dado que pocos lectores lo conocen, cito en su totalidad el Artículo 6 del Capítulo Segundo: "Un miembro de Naciones Unidas que haya quebrantado persistentemente los Principios contenidos en la presente Carta podrá ser expulsado de la Organización por la Asamblea General por recomendación del Consejo de Seguridad".
Recordemos, una vez más, que todos los países que entran en el "club" de Naciones Unidas también aceptan automáticamente esta cláusula.
Por consiguiente, ¿no va siendo hora de tomarnos en serio sus promesas? ¿De pedir a los gobiernos que cumplan sus obligaciones solemnes? ¿De exigir que el Consejo de Seguridad y la Asamblea General hagan acopio de fuerza moral para expulsar a aquellos Estados que incumplen los elevados principios de Naciones Unidas, o al menos suspender su participación? ¡Qué soplo de aire fresco supondría para la democracia, la transparencia y los derechos internacionales! Y cómo se enderezaría el mundo. De esa manera, por fin, la organización internacional establecida con unas aspiraciones tan elevadas hace 60 años en San Francisco podría recobrar la fuerza moral que ha perdido. Es bastante fácil determinar los primeros candidatos a la expulsión. El más somero vistazo al reciente informe de Amnistía Internacional sobre incumplimiento de los derechos humanos, a la impresionante encuesta efectuada por el propio Departamento de Estado estadounidense, o a los informes de otras fuentes del mundo globalizado actual sobre tortura, caos y corrupción (Human Rights Watch, Cruz Roja, Servicios de Asistencia Católicos, Médicos sin Fronteras, los propios organismos de la ONU que supervisan los incumplimientos de los derechos humanos) nos indicaría los países que más evidentemente deberían ser expulsados del club.
La expulsión no tiene por qué ser masiva. Librémonos, en primer lugar, de los derechos de pertenencia a la ONU de ese terrible régimen de Sudán; de Mianmar, debido a sus brutales políticas internas, y ahora, de Uzbekistán, que en los últimos tiempos parece especialmente propenso a ametrallar a sus propios habitantes. Las noticias de esas expulsiones recorrerían el mundo como una onda sísmica. Pero desgraciadamente eso no va a ocurrir. ¿Por qué? En parte, por cobardía moral, incluso de los gobiernos con un expediente de elevado respeto a los principios y a los fines de Naciones Unidas; temen, por una deferencia indebida a la idea de que la Asamblea General es el "parlamento" legítimo de todas las naciones, actuar en contra de otro miembro. Pero la principal razón por la que cualquier propuesta de resucitar el Artículo 6 de las normas de pertenencia no tiene posibilidad de prosperar es que a muchos de los actores poderosos les preocupan las implicaciones que eso podría tener para ellos mismos y para su propio incumplimiento de la Carta, por no mencionar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Observemos la lista. Muchos gobiernos de África (¿podríamos nombrar a Kenia?) culpablemente conscientes de sus propias transgresiones gritarían airados contra la idea de expulsar a Sudán, y con seguridad declararían que se trata de un nuevo ejemplo de neoimperialismo occidental. Los países del mundo musulmán, con su restricción de los derechos políticos para las mujeres, se inquietarían mucho.
A Vladímir Putin, de Rusia, probablemente le daría un ataque. Francia, a pesar de proclamar "Les Droits du l'Homme", apoya diestramente regímenes corruptos. Y el Gobierno de Pekín, quizá el defensor más neurálgico del "principio" de que no debe intervenirse en materias esencialmente "pertenecientes a la jurisdicción interna de cualquier Estado" (Artículo 2, Parte Séptima, Capítulo Primero), vetaría de inmediato la suspensión o expulsión de cualquier otro miembro, sin importar lo mal que dicho miembro se estuviera comportando. En este mismo momento, China negocia en firme para conseguir derechos de extracción petrolífera en Sudán. ¿Por qué agitar el barco? Y finalmente está Esta-
dos Unidos, la "ciudad sobre una colina", el principal arquitecto de la Carta y de la Declaración Universal, y el país que afirma que el objetivo de su política exterior es extender la democracia, la transparencia y los derechos humanos. Son fines nobles. Pero es difícil transmitir a la opinión pública estadounidense, y en especial a sus políticos, el siguiente hecho simple: en muchas partes del mundo existe un profundo desprecio por lo que consideran hipocresía de Washington, hacia su hábito de excluirse de la crítica moral que hace de otros y hacia su arrogancia imperial.
En todos los sitios a los que he viajado en los últimos dos años -India, este de Asia, Europa- plantean las mismas acusaciones: ¿qué decir de los incumplimientos de los derechos humanos en Guantánamo y en Irak? ¿Qué decir de la oposición estadounidense a la Corte Penal Internacional? ¿Por qué se opone Estados Unidos a las convenciones internacionales sobre los derechos de las mujeres o de los niños? ¿Por qué mantiene la pena de muerte, cuando prácticamente todos los demás países civilizados la han derogado? ¿Qué hay de su apoyo a regímenes represivos? ¿Qué decir de su sabotaje a la ONU? Al cabo de un rato, uno se cansa de dar respuestas (el corredor de la muerte de Texas, por repugnante que sea, ciertamente no equivale al genocidio de Darfur). Pero no se trata de eso. Lo que digo es que cualquier intento de expulsar del club de Naciones Unidas a gobiernos verdaderamente horribles causaría un revuelo entre muchos de los países que consideran que el que más merece el castigo es el número uno. Por lo tanto, entraremos renqueantes en el siglo XXI, incómodamente conscientes de que, por ejemplo, regímenes fantasmas no democráticos como los de Sudán y Libia pueden rotar por la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sin que se pueda hacer mucho o nada por remediarlo. Es una vergüenza que esos países se salven de la expulsión gracias a otros Estados moralmente sospechosos. Pero los conservadores estadounidenses que vociferan que no son más que tonterías quizá debieran bajar las armas. Quienes viven en casas de cristal no deberían arrojar piedras. Y el principal miembro del club de caballeros debería ser el que más respeta las normas de la organización por él fundada.
Paul Kennedy es titular de la cátedra J. Richardson de Historia y director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Traducción de News Clips. © 2005, Tribune Media Services.
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