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Columna
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Los nervios de la boda

Vicente Molina Foix

Yo también le veo un inconveniente al matrimonio gay. Llegado el día del enlace, y una vez celebrada la ceremonia civil, los invitados pasan al convite, beben el primer cóctel de cava, pican las almendritas de rigor, dan vueltas por el salón de bodas, y surge entonces, al formarse los primeros grupos informales, la pregunta clásica: "¿Tú qué vienes, por parte del novio o de la novia?". Por mucho que el Parlamento español aprobase ayer la ley que permite a los hombres casarse con los hombres y a las mujeres con las mujeres, no tenemos jurisprudencia escrita para resolver lo que parecerán pequeñas pero son -si queremos seguir una tradición inveterada- importantes cuestiones de protocolo.

Pues bien, puedo aportar mi experiencia en la superación de dicho apuro nupcial. Hace cuatro veranos, cuando no se podía, yo ya asistí a un casamiento gay en Mascaraque, un pueblo de la provincia de Toledo. Fue una boda en toda regla, con carpas instaladas en el jardín, música en vivo, familiares directos de ambos cónyuges venidos ex profeso (algunos desde el extranjero), regalos de lista, tarta de pisos, beso en la boca, baile hasta el alba; faltó entonces el concejal o la juez que validara el vínculo matrimonial, pero eso no impidió la alegre camaradería de los 100 invitados. "¿Y tú por quién vienes?". "Yo por el novio Daniel, ¿y tú?". "Yo por el novio Miguel Ángel. ¿Has probado el pastel de calabacín? Está buenísimo". Y todos tan a gusto.

El 30 de junio de 2005 constituye ya otra de las fechas históricas de nuestra democracia, aunque eso no quiere decir que el camino iniciado con esta ley tan trascendental como elemental vaya a ser un campo de rosas. Hay mucha gente que está de los nervios. Desde el lado que a mí me toca yo entendería -los nervios- por la proximidad de la boda, que es ese tipo de ritual, como la primera comunión, el examen de selectividad o la ordenación sacerdotal, que puede quitar el sueño. Mi hermano se casó, ya madurito, en los juzgados de la calle de Pradillo (y en su caso con una hembra divorciada), pero recuerdo que mi madre estaba tan nerviosa la noche antes como lo estuvo en vísperas del solemne matrimonio religioso en la iglesia de Nuestra Señora de Gracia de Alicante de mi hermana mayor. La agitación de los desposorios. La veo en las dos parejas de amigos varones que preparan sus bodas inminentes, y yo mismo, que no tengo pensado casarme, la noto: ¿qué me pondré ese día?, ¿qué voy a regalarles, algo para la cocina o libros y discos?

Hay, sin embargo, otro tipo de nerviosismo en la acera enfrentada. Esa acera de la Puerta del Sol que ayer mismo ocupaban los manifestantes del Foro de la Familia gritando contra la ley recién votada y pretendiendo hablar a favor de los hijos pequeños; detrás de las lúgubres máscaras blancas que se ponen, había niños de corta edad, utilizados como rehenes inconscientes o carga ideológica ofensiva, discriminatoria, por esos organismos civiles y por la jerarquía vaticana que los alienta. A mí lo que realmente me pone nervioso es ver a un obispo defender los derechos de la infancia, siendo la iglesia católica (y no hace falta para saberlo más que leer la prensa internacional de los últimos años) un tradicional vivero de pederastas.

No todos los nervios que despierta la nueva ley son histéricos. Personas de sobrada inteligencia y mentalidad progresista también los muestran. Es el caso de mi queridísimo y siempre admirado Fernando Savater, que dejaba traslucir en su artículo del pasado lunes en este periódico, El exceso moral, una incomodidad con los pormenores de la ley del matrimonio homosexual. Sorprendente, en el autor de la Ética como amor propio, tanto celo normativo y paterno-filial y tan reducida simpatía por el egoísmo civil de gays y lesbianas, ese su "querer experimentar la gama de las posibilidades en busca de las más altas" que el mismo Savater proponía en el citado libro.

En la ciudad de Tánger un grupo de jóvenes intelectuales españoles utilizaba durante los años cincuenta una palabra oculta para referirse a la homosexualidad y poder así hablar de sí mismos sin ponerse en evidencia. El término era nervous (nervioso), y a escritores como Paul y Jane Bowles, Tennessee Williams y Truman Capote, amigos o mentores de aquellos jóvenes, les pareció tan gracioso que también lo usaron. Los homosexuales llevan siglos de nerviosismo obligatorio. Ahora que empiece ya el tiempo tranquilo.

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