No puedo más
Es creciente la sensación de presión que tiene la gente en su quehacer diario. Y en estas fechas, cuando aprieta el calor y en el horizonte inmediato se vislumbran las vacaciones o unos días de descanso, aumenta si cabe el sentimiento de agotamiento. Pero, más allá de la coyuntura de final de curso, más o menos sentida todos los años, lo que resulta crecientemente significativo es el número de personas que a lo largo de todo el año sufren enormemente para llevar a cabo su tarea habitual, cayendo en depresiones y en un considerable aumento de las bajas laborales. El fenómeno es bien conocido. El llamado burn out profesional, o ese sentirse quemados por el trabajo que se desarrolla, ha ido aumentando en estos últimos años. Hace sólo unos días, el Departamento de Educación de la Generalitat de Cataluña anunció la creación de un organismo especial de la Administración educativa para velar por la salud de los maestros y maestras del país, y unas semanas antes la Fundación Galatea, del Colegio de Médicos, realizó unas jornadas sobre el asunto, algo que preocupa y acumula inquietudes.
Lo cierto es que la sobrecarga profesional no es una cuestión nueva. Lo que parece que ha hecho saltar las alarmas es su reiteración y su creciente influencia en profesiones vinculadas a los servicios educativos, sanitarios, sociales y de atención personalizada, ámbitos todos ellos de constante e intensa interacción cara a cara con todo tipo de personas y usuarios. Hemos de recordar que las grandes agrupaciones de profesionales que se han ido estructurando en las administraciones públicas del país, derivan de la expansión de las políticas públicas a partir de la II Guerra Mundial en Europa, y en España sobre todo a partir de finales de los años setenta y ochenta, unas políticas vinculadas a la idea de bienestar individual y colectivo que se pretendía asegurar al conjunto de la población. Esas políticas fueron especializando problemas y respuestas a los mismos, generando grandes cuerpos de profesionales vinculados a cada uno de los segmentos o trozos de bienestar que se pretendía cubrir. Educación y maestros, sanidad, médicos y resto de personal sanitario, servicios sociales y trabajadores especializados, y así hasta llegar a los especialistas en reproducción sexual o salud mental, por poner simplemente algunos ejemplos más de los muchos existentes en las estructuras organizativas de las administraciones del país.
Esa especialización profesional y esa segmentación de problemas y de respuestas fue resultando funcional mientras la sociedad siguió contando con estructuras de integración personal y colectiva significativas. Las familias más o menos extensas, las unidades productivas, los compañeros de barrio o de trabajo, iban cosiendo y articulando lo que el sistema de bienestar construido había desestructurado, segmentado y especializado. Los trozos de bienestar suministrados tenían en las estructuras de socialización primara sus fuentes de articulación y ensamblaje. Lo que está ocurriendo hoy día es que esas estructuras de socialización, de ensamblaje social, ya no funcionan ni mucho menos como antes, y además ha llegado mucha gente nueva con pautas y formas de interacción social distintas. Y es entonces cuando el contraste entre unas políticas, unas estructuras administrativas, unas pautas de funcionamiento profesional, pensadas para un tipo de problemas y de sociedad, se enfrentan hoy a un conjunto muy distinto de situaciones, de carencias, de acumulación individualizada de problemas y, en muchos casos, a cuadros personales de simple y llana exclusión social.
Crece la sensación de distancia entre el esfuerzo que el profesional puede realizar y lo que el individuo que se tiene delante precisa. Uno tiene sus limitados recursos educativos, sanitarios, de profilaxis sexual o de programa estandarizado de ayuda, y enfrente tiene a personas que acumulan todo tipo de demandas y carencias, y ante las cuales lo que puedes ofrecerles se te aparece como evidentemente insuficiente, parcial y hasta cierto punto inútil. Si a ese cuadro que relaciona recursos disponibles y demandas planteadas, añadimos la sobrecarga de ritmos de trabajo, la presión con la que las personas acuden a los centros en busca de su salvación, el poco tiempo disponible para todo, y lo que cada uno lleva en su mochila personal desde su casa, familia y vida afectiva, iremos entendiendo de qué hablamos cuando nos referimos al burn out profesional. La gente y sus problemas precisan hoy casi siempre de atención personalizada e integral, y enfrente tienen la presión por atender al mayor número de usuarios y una clara segmentación de recursos. Se requiere empatía y generar confianza, cuando el sistema parece perseguir controlar, fiscalizar y evitar la percepción de amiguismos. Debería trabajarse con equipos multiprofesionales, que abordaran los problemas de forma integrada, cuando el sistema parece haber sido pensado para lo contrario, bunquerizando departamentos, negociados y servicios, y enfrentando, por protagonismos varios, unos con otros.
Se requiere abordar el asunto no desde la perspectiva paliativa de qué hacemos con las personas que no pueden más, sino desde la complejidad de una situación que requiere nuevos abordajes organizativos y profesionales. Las administraciones y las organizaciones no pueden seguir abordando la cuestión como si se tratara de un problema individual, sino que es necesario plantearse la cuestión desde una nueva lógica de prestación de servicios de bienestar. Las personas están más solas, tienen más problemas que no pueden compartir con nadie, entienden menos qué les pasa, y piden atención específica y general al mismo tiempo. Y ello sólo puede abordarse desde una mayor descentralización, una visión reprofesionalizadora que valore el trabajo con otros especialistas, y con formas de trabajo integrado y en equipo con articulación de recursos variados y transversales al sistema. Si queremos responder en serio a las señales que proceden de los que no pueden más, necesitamos ayudarles sin duda, pero sobre todo necesitamos una auténtica reconsideración de los servicios de bienestar colectivos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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