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Columna
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Rumba

Fui a Granada y me encontré a los vendedores de discos piratas, más prudentes ahora que hace dos años, negros sigilosos con bolsas de deporte de las que sacan discos y discos. No puede caber un paquete más en la bolsa, pero de la bolsa salen paquetes sin fin, 30 discos por paquete, y en ninguno está la pieza que el cliente persigue. El vendedor se compromete a volver al mismo sitio 24 horas más tarde con el disco deseado. Son asombrosas la formalidad africana y la actual riqueza discográfica.

La representación internacional de la industria del disco, Sony, Universal y un enviado de las compañías independientes europeas se reunieron en Madrid el jueves, en el Museo Reina Sofía, para informar sobre los efectos de la venta ilegal de música y cine. España es un país espiritual, de museos, pero también de delincuentes o, con mayor exactitud, uno de los países con más piratería artística, detrás de Paraguay, China, Indonesia, Ucrania, Rusia, México, Pakistán, la India y el Brasil. ¿Qué hace España, tan moderna y sofisticada, en esa compañía infernal?, preguntan los industriales de la música, blancos, sofisticados y modernos.

Son internacionalistas preocupados por el arte universal y la cultura local, es decir, por nuestra alma. La música se extinguirá si continúa la compraventa de música robada, una plaga que también aniquilará las culturas locales, dicen. Yo veo que quienes delinquen comprando un CD pirata, además de ser melómanos baratos, prefieren lo nacional. La copia ilegal más vendida en Granada, paraíso español del pirateo, es, según mis investigaciones, una recopilación histórica de Lolita y Lola Flores. Los piratas negros llevan mucha cultura española en sus bolsas africanas, de marca, falsas, como los discos, pero probablemente salidas de los mismos hangares asiáticos donde se fabrican las marcas genuinas.

Comprar discos piratas es un delito. Es un ataque directo contra los intérpretes, autores, distribuidores y fabricantes de discos. Un fan de Lolita, por ejemplo, en el gesto cariñoso y reverencial de comprar su disco ilegalmente copiado, le roba a su ídolo el negocio y transforma la admiración en canallada. Todo lo demás es mentira. La piratería no acaba con la música, ni siquiera con la local, aunque las multinacionales discográficas, que dicen dedicar algo menos de la mitad de su producción a la cultura angloamericana y un poco más a las otras, amenacen con rebajar la inversión en talentos indígenas si los nativos persisten en el pirateo.

Como la simple verdad nunca ha tenido el prestigio que merece la exageración mentirosa, los industriales no se limitan a denunciar el robo colectivo semitolerado. Cantan épicamente la desaparición de la música y el peligro de extinción de los ritmos autóctonos: la aniquilación del arte en el universo y en nuestra pequeña tribu o nación. ¿Podremos soportar un mundo sin música? ¿Sobreviviremos sin la rumba? Estas cuestiones son de extraordinario interés, pero absolutamente falsas. El delito de piratería sólo afecta a la manera vigente de vender música.

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