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En favor de lo evidente

Creo recordar que fue el dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt, uno de los creadores del teatro del absurdo, quien señaló que vivimos en un mundo en el que hay que esforzarse hasta la extenuación para demostrar y defender lo evidente. Mientras tanto, ideas y políticas insensatas circulan con plena franquicia y se siguen imponiendo a pesar de su incongruencia y probada ineficacia. Estas políticas se aplican, además, en numerosas ocasiones, con un alto costo humano y, lo que es peor, sin apenas rendición de cuentas tras sus gravosas consecuencias. Nada mejor para ilustrar esta absurda y trágica paradoja que el escenario de la cooperación internacional.

Desde principios de los años noventa del pasado siglo, las Naciones Unidas están abogando con ímprobos esfuerzos, no siempre reconocidos, por una agenda de desarrollo humano que sitúa como primera prioridad mundial la erradicación del hambre y la pobreza. Esta agenda obvia integra los compromisos de las diversas Conferencias internacionales de Cooperación y se ha plasmado en el acuerdo suscrito en el año 2000 por todos los Estados miembros sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) para el horizonte del 2015. Este compromiso tiene metas específicas, en las áreas de nutrición, salud y educación, junto a otras más generales que implican cambios significativos en las relaciones comerciales y financieras internacionales, con el fin de facilitar el acceso de los países pobres a los mercados mundiales. No hace falta volver a recitar la letanía de evidencias que justifican esta propuesta y su costo asequible, porque se ha repetido hasta la saciedad. De lo que se trata es de reclamar que se lleve a la práctica lo prometido y exigir que los compromisos se cumplan.

En paralelo, los Gobiernos de los países pobres, siguiendo la prescripción de los organismos financieros internacionales, han venido aplicando casi como única receta para salir de la pobreza la doctrina emanada del llamado Consenso de Washington, expresión económica del pensamiento único neoliberal, con el lema conocido de "más Mercado y menos Estado". Varias décadas y millones de víctimas después, nadie de los arrogantes defensores de tales políticas como la panacea universal da ahora explicaciones sobre su fracaso en la mayoría de esos países. Las pruebas son ya inequívocas y abrumadoras y parece que finalmente se ha dictado el acta de defunción de dicho Consenso, llegando a la sensata conclusión de que lo que necesitamos en realidad es más calidad de todo: más Estado democrático de derecho, más mercados abiertos y competitivos, más sociedad civil participativa y más vigilancia ciudadana de las políticas públicas. Tal como demuestra una amplia experiencia internacional, los países que han logrado combinar mejor todos estos ingredientes son los que han avanzado más por la senda del crecimiento económico y la equidad social de forma sostenible.

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Fomentada desde los centros de pensamiento neoconservador, empieza ya a circular una nueva Doctrina de Washington sobre seguridad estratégica, basada en la necesidad de priorizar la intervención preventiva unilateral frente a un multilateralismo obsoleto e inoperante . Es decir, vuelven a plantearse falsos dilemas simplificadores: "más acción y liderazgo en torno a la potencia hegemónica y menos Naciones Unidas". La labor de descrédito y deslegitimación, hasta la infamia, de la ONU es uno de los objetivos centrales de los grupos conservadores fundamentalistas, y las campañas son cada vez más sistemáticas y beligerantes. Las descalificaciones se extienden ya al conjunto del sistema de Naciones Unidas, personificado en su secretario general, y se pone en cuestión la propia existencia de la organización, tildada de corrupta e ineficiente.

Es indudable que el sistema multilateral y su núcleo, las Naciones Unidas, necesitan profundos cambios inaplazables. Lo ha manifestado el propio secretario general, Kofi Annan : "La reforma debe ser radical y urgente". Se puede decir más alto (Annan suele hablar con un tono suave), pero no más claro. Tras casi sesenta años de existencia, la importancia de la reforma actual es equiparable a la de una auténtica refundación. Necesitamos unas Naciones Unidas de calidad, acordes con la naturaleza y la escala de los problemas del mundo actual, que entre otros cambios alberga hoy 4.000 millones de personas más que en el momento en que fue creada la organización, a mediados del pasado siglo. Con todo, a pesar de las deficiencias reconocidas, es innegable que el mundo sería ahora más injusto y menos seguro sin las Naciones Unidas. En resumen, necesitamos más y mejor Organización de las Naciones Unidas y no menos.

Todo depende ahora de la voluntad política y la responsabilidad moral de los Estados miembros para ponerse de acuerdo a fin de empezar a aplicar lo antes posible las medidas necesarias. Para que sean efectivos, los cambios que se adopten deberán obedecer a las verdaderas necesidades del mundo real y llegar a un equilibrio entre el poder y los principios. Más que de una oportunidad, se trata de una necesidad impostergable. Por eso, sería una gran irresponsabilidad, no sólo de los Gobiernos, sino también de la sociedad civil, permitir que por factores espurios la reforma de las Naciones Unidas y la agenda para la erradicación de la pobreza, íntimamente ligadas, pasasen a un lugar secundario en las prioridades mundiales y la consecución de sus objetivos quedara una vez más aplazada. Porque, como es evidente, la necesidad de erradicar la pobreza no compite, sino que contribuye a la necesidad de hacer del mundo un lugar más seguro. Por ello, con las Naciones Unidas a la cabeza, tenemos que encontrar soluciones comunes a problemas comunes. No hay elección sobre falsos dilemas.

Seguramente no existe una iniciativa global que combine mejor lo importante y lo urgente como los ODM, pues no puede haber una cuestión de mayor prioridad internacional que liberar de la indignidad de la pobreza a un tercio de la población mundial, unos 2.000 millones de personas. La persistencia de esta pobreza masiva bloquea el avance hacia un desarrollo humano sostenible y es, a la vez, una fuente de conflictos sociales y políticos que exacerban la inseguridad. Y no puede haber auténtica seguridad humana mientras esa gran proporción de población pobre permanezca excluida.

Frente a la parálisis, e incluso resignación, generadas en un primer momento por el pensamiento único, el mundo está asistiendo a un creciente proceso de resistencia que empieza a tornarse cada vez más en propuestas alternativas viables. La iniciativa del "Grupo de los cuatro" (Brasil, Chile, España y Francia), con su respaldo al multilateralismo y a la reforma de las Naciones Unidas, ha dado un nuevo impulso a la agenda contra la pobreza y abierto una oportunidad de un liderazgo transatlántico, Europa-América Latina. Al mismo tiempo, quizás ha llegado la hora de que toda la energía y experiencia acumuladas por las organizaciones sociales antiglobalización podrían transformarse en un movimiento convergente de carácter proactivo en favor de algunos objetivos específicos, como la agenda de los ODM, para demostrar que sí hay alternativas y que es posible avanzar hacia un mundo distinto. En este sentido, lo más novedoso sería establecer mecanismos de rendición de cuentas y vigilancia social, a nivel nacional e internacional, que permitan examinar el grado de avance hacia las metas del 2015 y exigir responsabilidades.

Son metas relativamente modestas y asequibles, que resultan además obvias. No obstante, la vida de al menos un tercio de los habitantes del mundo transcurre todavía muy lejos de estos objetivos. Disponemos de poco tiempo, apenas una década, para corregir esta situación de inequidad extrema que atenta contra nuestra seguridad humana. Contemplando el mundo desde esta óptica, ¿por qué no concentrarse en estos objetivos de indudable prioridad, a la vez prácticos y viables, para movilizarnos en favor de algo evidente?

Tomás Jiménez Araya es representante en Venezuela del Fondo de Población de las Naciones Unidas y asesor del Observatorio de las Relaciones de Europa y América Latina (Obreal), Universidad de Barcelona.

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