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Columna
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La esclavitud más antigua del mundo

Soledad Gallego-Díaz

Uno de los dichos más injustos y manipuladores del castellano es el que afirma que la prostitución es el oficio más viejo del mundo, porque pretende presentar como oficio lo que históricamente ha sido, y sigue siendo, la esclavitud más antigua del mundo. Uno de los primeros en denunciarlo fue Victor Hugo, asombrado de que los hombres pudieran dar por erradicada la esclavitud en Europa mientras que decenas de miles de mujeres seguían siendo transportadas como ganado, de provincia en provincia y de burdel en burdel.

Han pasado 125 años y el desgraciado dicho sigue haciendo fortuna y provocando confusión. Porque si se mira con los ojos de Victor Hugo, se comprende mucho mejor por qué tantos grupos de mujeres consideran que la solución no consiste en regularizar la prostitución, sino en combatirla, y por qué están tan preocupados ante el anuncio de que el actual Gobierno se plantea la posibilidad de considerarla un trabajo "normalizado".

La experiencia, muchos estudios y la gran mayoría de los especialistas creen que la regularización de la prostitución no acaba con el tráfico de seres humanos, que nutre hoy día en más de un 90% los burdeles españoles, sino que favorece los intereses de los proxenetas, y de los clientes, dándoles un baño de respetabilidad y normalidad.

El problema de la prostitución en este país parte de un contexto muy concreto. El 90% de las mujeres que ejercen la prostitución no son españolas: de las 19.027 que contabilizó el año pasado la Guardia Civil en 1.070 moteles de carretera, sólo 374 eran españolas. El resto, 18.655, procedía de Europa Oriental (34%), América Latina (58,5%) y África (7%). Prácticamente ninguna de ellas ha podido beneficiarse del proceso de regularización de inmigrantes que acaba de cerrar el Gobierno y es cierto que necesitan esa documentación; pero la obligación de proporcionarles "permisos de trabajo" no pasa por normalizar, ni reconocer, su situación actual como prostitutas.

Se trata, precisamente, de lo contrario: de ayudarlas para que abandonen esa esclavitud. No de que los esclavos lleguen a España con contrato legal, respaldado por su explotador, sino de evitar que esas redes mafiosas, y la gran mayoría de las veces, violentas, puedan importar con reconocimiento formal "mano de obra" con la que abastecer sus clubes. Ya hay demasiadas poblaciones con más burdeles que escuelas.

España es, desgraciadamente, uno de los países donde el "consumo" de prostitución está menos desprestigiado. Las encuestas indican que un 30% de los españoles practica el sexo con prostitutas, sin que se les reproche socialmente ni se les recrimine legalmente. Nada que ver con la decisión sueca de luchar contra la prostitución no acosando a las mujeres, como en España, sino multando públicamente a sus clientes. O como en Noruega, donde se obliga a los funcionarios y empleados del Gobierno a observar una guía ética que les impide "comprar o aceptar servicios sexuales", bajo amenaza de duras sanciones disciplinarias. O en otros países, donde la policía investiga discretamente a los usuarios del turismo sexual (85 de cada 100 personas que viajan a Tailandia son hombres).

En España, los clientes son casi invisibles y nadie les acosa o les incomoda, pese a que casi siempre se están aprovechando de la pobreza, la ignorancia y la esclavitud. Y aunque fuera verdad que un 5% de las mujeres que ejercen la prostitución lo hacen voluntaria y libremente, lo lógico sería que nos preocupáramos primero por solucionar el problema del 95% que no desea un contrato de prostituta sino un contrato de trabajo. Sólo después merecería la pena pensar cómo se respetan los derechos de Pretty Woman o de la Tristana de Buñuel. solg@elpais.es

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