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Política, no metafísica

La igualdad de todas las personas es un principio básico del orden legal de las democracias liberales. Debe ser por eso que quienes se muestran contrarios a aceptar la igualdad de los homosexuales para ejercer un derecho civil tan básico como el de contraer matrimonio tienen muy difícil justificar lo que, por más vueltas que se le dé, no supone sino perpetuar una forma de discriminación.

Hay quien se ha opuesto al matrimonio homosexual apelando a la etimología latina de la voz "matrimonio": matrimonium, que a su vez encuentra su raíz en mater (madre), pues con la boda el hombre conduciría a una madre en potencia a su casa. Este argumento etimológico no parece muy consistente: por un lado, no sirve contra la unión entre lesbianas, y por otro, es evidente que el término patrimonio se emplea sin dificultad para referirse a los bienes de las propietarias, a pesar de que en origen sólo aludiese a los del pater familias. Pero, aunque se ganara en rigor terminológico no denominando "matrimonio" a los enlaces entre homosexuales, siempre sería más lo perdido en justicia simbólica. Por desgracia, la discriminación jurídica actual de las parejas homosexuales es una manifestación de la falta de normalidad con que estas parejas son percibidas en demasiadas ocasiones, y la reforma del matrimonio en curso erraría de no apoyar en lo posible tal normalización.

Se ha sostenido asimismo que con el matrimonio entre homosexuales se pondría en peligro el sistema de Seguridad Social o se perjudicaría sin remedio la tasa de natalidad española. La primera de estas dos justificaciones no merece calificarse más que de mezquina, pues viene a propugnar que se privilegie arbitrariamente a las parejas heterosexuales en lo que toca a su protección social: si no hay para todos, que haya al menos para los que ya reciben (exiguas) pensiones de viudedad o beneficios fiscales. No hacen falta grandes conocimientos de filosofía política para advertir que los valores básicos de nuestro orden sociopolítico, en este caso el principio de igualdad, no nos permiten cualquier solución para nuestros problemas de escasez. Con relación a esto, es más que probable que John Rawls tuviera razón al establecer que la desigual distribución de los recursos sólo podía considerarse justa si favorecía a los menos aventajados, y no parece que esta categoría pueda identificarse hoy con las parejas heterosexuales frente a las homosexuales. En cuanto a vincular el reconocimiento del matrimonio homosexual con el descenso de la natalidad, sólo se me ocurre que tal causalidad podría darse quizá en un mundo verdaderamente extraño: un mundo en donde casarse fuera un fin en sí mismo, hasta el punto de que la gente lo haría a la primera oportunidad sin importar demasiado el sexo del otro contrayente. Y un mundo donde los heterosexuales no concibiesen el matrimonio desligado de la procreación. Pero este mundo no es el nuestro, es una tosca ficción apocalíptica.

Todos los razonamientos antes referidos no son, sin embargo, sino satélites de otro más básico. La motivación de fondo de quienes se oponen a aceptar el reconocimiento legal del matrimonio homosexual es que éste viene a apoyar jurídicamente un proceso que desde hace bastante tiempo se viene forjando: la transformación de la familia en algo que no siempre coincide con una pareja heterosexual unida con el propósito de procrear. Hace mucho que las familias no responden solamente a este esquema. Y avanzar en la institucionalización y normalización de esta pluralidad puede significar una catástrofe para quienes comparten determinadas creencias tradicionales o religiosas. Pero para otros muchos, la mayoría, a juzgar por las encuestas del CIS, y desde luego la mayoría que respaldó un programa político que incluía la reforma del matrimonio en curso, constituye más bien un logro la dignificación y protección jurídicas de las diversas formas en que se expresa la libertad de las personas para decidir sobre su vida y sus relaciones. Formas, no lo olvidemos, ligadas a sentimientos tan nobles como el amor conyugal o querer como propio al hijo que aun no siendo biológico lo es biográfico. Y hablando de hijos e hijas: aunque sólo fuera por socavar los prejuicios que deben sufrir los que ya hoy tienen dos padres o dos madres, al convivir con su padre o su madre legal (por biología o adopción) y con la pareja homosexual de éstos, ya merecería la pena la normalización jurídica del matrimonio homosexual.No obstante, la legitimidad del matrimonio homosexual no sólo tiene que ver con mayorías y minorías. Una decisión de la mayoría no sería admisible si infringiese alguna de las normas de las que depende la democracia misma. Y entre estas normas está que los principios básicos de nuestra convivencia deben responder a razones aceptables por cualquier ciudadano o ciudadana capaz de pensar y cooperar normalmente: en caso contrario, un régimen democrático ni puede reivindicarse como tal ni puede gozar de estabilidad. En este punto resulta obligado recordar de nuevo a Rawls, esta vez su libro El liberalismo político.

Lo propio de una sociedad tradicional es que el sentido de lo bueno, lo bello y lo verdadero venga dado por un mismo sistema de valores que todo el mundo comparte. La historia y la religión son los avales de tal sistema y aportan los criterios para su interpretación. En una sociedad moderna la cosa cambia, más cuanto más moderna sea, y la nuestra lo es mucho. Debido a un largo y cada vez más vertiginoso proceso de diversificación de los esquemas de valor, en las sociedades modernas coexisten pautas muy distintas acerca de la belleza, la verdad y la corrección; algo que se hace evidente en el variado atuendo de la gente por la calle, en el modo en que los diferentes periódicos narran unos mismos hechos o, sin ir más lejos, en las discrepancias sobre la legitimidad del matrimonio homosexual. A resultas de este pluralismo, ya no es viable la defensa de las tradiciones sobre la base de su sentido tradicional. Apelando a lo sagrado de una institución o a que "las cosas siempre hayan sido así" no se llegará a persuadir al conjunto de una sociedad moderna de que respalde ciertos aspectos de una forma de vida tradicional. Un planteamiento de este tipo únicamente sería asumible por quienes cuentan con la gracia o don de una fe determinada o por quienes entienden que una vida plena sólo puede lograrse respetando las convenciones, respectivamente. Y por eso mismo, una argumentación de esta índole no puede admitirse para justificar la transformación de prácticas tradicionales en normas por las que se rige el poder público, es decir, el poder de todos los ciudadanos.

A pesar del moderno pluralismo de visiones del mundo, necesitamos ponernos de acuerdo sobre los principios básicos de nuestra convivencia. Los términos de este acuerdo no pueden ser, sin embargo, tales que excluyan de antemano a una parte de la ciudadanía. Por eso no son de recibo las referencias a que el matrimonio homosexual es contrario a la esencia de la institución, a los matrimonios verdaderos, la ley natural o la divina. Confiemos en que muy pronto se llegue al convencimiento de que en este asunto, como en lo que respecta a la educación religiosa o a la financiación de la Iglesia católica, estamos ante cuestiones primordialmente políticas, no metafísicas.

Sebastián Escámez Navas es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Málaga.

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