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Columna
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Matrimonios

El matrimonio es una institución civil. Es también una institución religiosa. La unión de un hombre y una mujer no es un matrimonio. Para que lo sea tiene que estar sometido a derecho, a un estatus jurídico determinado que otorga unos derechos y determina unas obligaciones a quienes a él se acogen. Un matrimonio puede ser también algo más, u otra cosa, en función de las creencias de quienes lo contraen. Puede ser la unción sacramental de una relación amorosa. Es lo que conocemos como matrimonio religioso. Este último suele tener también validez civil, si no estoy equivocado. No ocurre lo mismo con los matrimonios civiles en cuanto a su validación religiosa. Un matrimonio civil carece de validez para la Iglesia católica y, para ésta, quienes lo contraen siguen sin estar casados. El matrimonio, sea civil o religioso, fija, regula, estructura y da estabilidad al flujo de las relaciones amorosas y a la descendencia que puedan originar. En la medida en que establece vínculos legales entre sus partícipes, y entre estos y sus descendientes, supone una intervención del Estado en ese flujo natural de las relaciones amorosas. La familia, que es lo que en definitiva viene a regular, si no a fundar, el matrimonio, es, en efecto, uno de los pilares del Estado.

Naturalmente, el matrimonio ha regulado hasta ahora las relaciones amorosas entre personas de distinto sexo. La reproducción es una exigencia para las sociedades -y para el género humano- si quieren sobrevivir. Para garantizarla no es necesario el matrimonio, aunque no podemos ignorar el poder coercitivo que éste ha solido ejercer con esa finalidad. Y ha tenido un carácter normativo que ha dejado fuera, considerándolas ilícitas y, por lo tanto, reprobables, las relaciones amorosas que se establecieran al margen de su ámbito. El concubinato o el adulterio eran prácticas objeto de reprobación moral y social, e incluso de sanción penal. Toda unión entre un hombre y una mujer debía consumarse en el seno de la legalidad matrimonial, que era la que ofrecía además garantías normativas para su consecuencia natural y deseable, la procreación, consecuencia que estimulaba como su finalidad prioritaria. La vinculación entre matrimonio, procreación y patrimonio es más antigua que la que puede existir entre el matrimonio y el amor entre quienes lo contraen.

Además de las relaciones amorosas entre personas de distinto sexo, se dan también las relaciones amorosas entre personas del mismo sexo. Han existido siempre, y su tolerancia ha variado según qué sociedades y qué épocas. Salvo excepciones, no han sido regulables legalmente, sino que han sido consideradas ilícitas, y susceptibles en muchos casos de sanción penal: la sodomía podía conducir al cadalso. Nada más ajeno a la finalidad del matrimonio -ni más amenazante- que una unión homosexual. Ha tenido que producirse una revolución, no ya en las costumbres sino en la concepción misma del matrimonio, para que pueda plantearse con normalidad que dos hombres o dos mujeres se casen. En primer lugar, las uniones entre hombre y mujer al margen del matrimonio han dejado de ser consideradas reprobables, siendo el matrimonio una más de las opciones que se le ofrece a una pareja para regular y estabilizar su relación amorosa. Hoy en día, ni siquiera es la única opción legal que se le ofrece para ello. Todo esto es consecuencia del cambio de acento en la razón de ser del matrimonio en sí: el amor entre los contrayentes no es ya un objetivo deseable, sino su requisito imprescindible, su fundamento básico. La procreación tampoco es ya necesaria ni deseable por sí misma, sino una opción más, y quienes se casan, salvo quienes lo hacen por convicciones religiosas, lo hacen para otorgar garantías jurídicas a su unión, para proteger su mutua indefensión, en definitiva.

En segundo lugar, la homosexualidad ha dejado de ser considerada una anomalía, un vicio o una enfermedad. Si el amor es el fundamento de nuestra sociabilidad, y de la legalidad matrimonial, la legitimidad del amor homosexual lo convierte, en cuanto es reconocida, en susceptible de acogerse a los mismos derechos que el amor heterosexual. Y la figura jurídica que contempla esos derechos se denomina matrimonio. ¿Por qué habría que cambiarla de denominación para esos casos si su contenido sería el mismo y si su acepción actual no responde ya al significado que pudo tener en otras épocas? Preguntémonos también por qué la Iglesia sí parece conceder en este caso validez al matrimonio civil. ¿No será porque legaliza definitivamente lo que para ella sigue siendo un pecado, abriendo de este modo una distancia peligrosa entre la moral católica y la moral socialmente aceptada? Quizá empieza a temer a sus propios fieles.

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