La ley del silencio
El silencio también puede llegar a ser una ciencia exacta. Sólo es necesario que cualquier miserable sume la vergüenza, el honor y el miedo de una de sus víctimas, para que el resultado sea invariable: cero, la suma de todo eso es igual a cero porque así es justo como se sienten los que aceptan esa ley de los canallas que es cualquier código del silencio, da lo mismo cuál o en nombre de qué; se sienten nadie; un cero a la izquierda, gente que desvive, que ha llegado a creer que carece de valor, que es irrelevante, fácil de borrar. Sólo en Madrid, tal y como acaba de hacer público el defensor del Menor de la Comunidad, más de 12.000 alumnos de enseñanza secundaria sufren el calvario del acoso escolar y el 14% de ellos lo sufre en silencio. Otros 53.000 han sido agredidos y también han callado. Los que les hacen la vida imposible les hablan de honor mientras les golpean y, de esa forma, los convierten a la vez en víctimas y en cómplices. Si te quejas, eres un chivato, un delator, un cobarde, una escoria. Qué infierno.
¿De quién es la culpa de que eso suceda? Hay una canción de Bob Dylan que se llama ¿Quién mató a Davey Moore? y en la que el narrador va preguntando quién es el responsable de la muerte de un boxeador en el ring. "Yo no", dice el árbitro, que podría haber parado la pelea, porque la multitud le hubiera abucheado. "Nosotros no", dicen los espectadores, ellos sólo querían ver una buena pelea y pasar el rato. "Yo no", dice su representante, que siempre ha ayudado a su mujer y sus hijos y ni siquiera sabía que estuviese enfermo. "Yo no", dice el apostador, que de todas formas había apostado por él su dinero y lo ha perdido. "Yo no", dice el periodista deportivo, que sólo estaba ahí para escribir su crónica. "Yo no", dice, finalmente, el otro púgil: "Lo golpeé, sí, es cierto, / pero me pagan para que lo haga. / No digáis asesinato, no lo llaméis crimen. / Sólo ha sido el destino, la voluntad de Dios."
A veces, ante un drama como el del acoso escolar da la sensación de que podríamos cambiar a Davey Moore por cualquiera de esos miles de estudiantes que sufren acoso escolar y luego sustituir árbitro, representante, apostador o púgil por político, maestro, padre o compañero, y la canción de Dylan quedaría igual. Por desgracia, en esto como en tantas cosas parece que la muerte sea el único principio posible, y hace falta que se maten un par de jóvenes que no soportaron un segundo más su martirio para que la sociedad se ponga en marcha. Porque, hasta ahora, lo que ocurría era, más bien, que el político decía: "Yo no, cómo voy a inmiscuirme en esos pequeños asuntos, con la cantidad de cosas importantes que tengo entre manos." Y el maestro decía: "Yo no, bastante hago con darles clase, como para, además, tener que hacer de guardaespaldas". Y la madre o el padre decían: "Yo no, para eso pago un colegio, para que los profesores vigilen y defiendan a mis hijos." Y el compañero que abusaba de los demás, decía: "Yo no, yo sólo intentaba divertirme y ser popular, gastar una broma".Y el público en general, decía: "Nosotros no; al fin y al cabo, esto ha ocurrido toda la vida, son cosas de chavales." Con tantos inocentes, parece que el único culpable posible fuera el propio damnificado. El curso que viene se anuncian medidas que parecen apuntar casi exclusivamente a los alumnos: folletos explicativos, guías, páginas web, teléfonos de asistencia. Hace falta más: hay que reeducar a profesores y padres, enseñarles a ver la verdad y a enfrentarla. Y hay que poner medios para arrancar de raíz esos esbozos de matón que empiezan a proliferar en los colegios. Los profesores tienen que sentirse fuertes donde ahora se sienten desmoralizados, porque ellos mismos se exponen, cada vez con más frecuencia, a los insultos, las amenazas y las agresiones de sus alumnos o, como acaba de ocurrir en Granada, de los padres de sus alumnos. Y si el Estado tiene que poner un servicio de seguridad en cada instituto conflictivo, que lo haga. ¿Por qué no? ¿Por qué puede disfrutar de vigilancia el resto del mundo y los colegios deben ser un espacio sin defensa y sin ley? No tiene sentido. ¿Por qué es tan difícil sancionar y expulsar de los centros a uno de esos abusones? "Yo sí, yo también soy culpable", deberíamos decir todos; y así empezaría a cambiar la canción.
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