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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La huidiza luz de lo 'fashion'

El barrio de la Ribera era el murmullo de las carretillas, el brincar entre los adoquines de las ruedas de madera con diadema de hierro. Era el bacalao con su aire de acero trasatlántico mostrándose a la puerta de un comercio. Y era también una casa de citas junto a una carbonería, acaso para que el carbonero perdiese su fe de una vez por todas. Los vecinos de la Ribera van dibujando estos recuerdos en el vídeo, y a mi lado Jordi Reinoso, a sus 90 años, asiente con sonrisa socarrona.

-Noventa y medio, escriba usted noventa y medio, que a los noventa, medio ya cuenta.

El barrio de la Ribera eran los recaderos de la calle del Rec inventándose sin saberlo una etimología, y llevándole a la gente los canastos, las cestas con la compra del mercado del Born. "Yo me hartaba de comer melones", cuenta un señor en el vídeo, "ayudaba a los payeses a descargar los melones, y siempre me regalaban un par". Y una señora añade: "El fin del mercado fue el fin del barrio". Mayoristas de grano que comerciaban honradamente con el oro del pan; mayoristas de especias oscuras, intensas, como esquirlas perfumadas, desprendidas del hierro de la estación de Francia; mayoristas de café; de almendra, que es un fruto seco tocado de caballero andante; tiendas de semillas...; el barrio de la Ribera era un barrio artesano y menestral, de hombres y mujeres prudentes, más cercanos al ferrocarril que al barco de vapor. Y del mar llegaban los plátanos. Plátanos, racimos de plátanos coloniales y salvajes repartiendo por todas partes un exotismo popular, apilándose en torno al mercado del Born en un tumulto de almacenes y de vendedores. El barrio de la Ribera era una familia delante del escaparate de su negocio, con los delantales almidonados y sonriendo para una fotografía.

Los vecinos de la Ribera han echado la vista atrás en un intento de reconocerse, y han organizado una exposición fotográfica

En el centro cívico del convento de Sant Agustí, los vecinos de la Ribera han echado la vista atrás en un intento de reconocerse, que tiene mucho de despedida de un mundo que se va, y han organizado, entre otras actividades, una exposición fotográfica con obra de Xavier Rosselló y, la más abundante, de Reinoso. Además, se pasa un vídeo de 35 minutos de duración, en el que ex trabajadores del mercado, comerciantes de toda la vida y otros más recientes dan un repaso a sus recuerdos y los confrontan con el actual aspecto del barrio.

-¡Plátanos! ¡Plátanos por todas partes! ¡Y no toda esta porquería de bares! ¡Lo que antes había eran tiendas de plátanos, de conservas y de bacalao!

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-Eso ya lo ha dicho antes, señora.

Jordi Reinoso habla de sus fotografías y de las cámaras que ha ido teniendo, y puntualiza a cada instante que él es únicamente un fotógrafo aficionado. La primera cámara, una Retina con fotómetro, se la compró rondando los 40 años: "Fue hacia 1953. Me vino a costar unas 4.500 pesetas. Entonces era una afición un poco cara; pero también era la única afición que tenía, así que me la pude costear. Durante toda mi vida he tenido empleos muy diferentes. He sido oficinista..., también fui tornero después de la guerra, cuando me quedé sin trabajo". Jordi Reinoso va señalando una por una sus fotografías, que ocupan toda una pared del local, y busca el dato del trabajo para comentarlas. "Fíjese en este niño jugando con la pelota; estuve esperando un buen rato para sacarle así. Se pasaba uno un buen rato...", y en la fotografía un chaval de 1977, abrigado con un jersey de rayas en zigzag, juega con un balón, y el balón se ha quedado clavado en un rayo de sol. En otra fotografía, ésta de 1976, pasean unas chavalas sonrientes, con aquellos vestidos largos y progres de muchachas rojas en la flor de la transición. Las fotografías envejecen más rápidamente que las personas, pero también duran más.

Jordi Reinoso nació en el barrio del Poblenou, donde aún reside con su mujer, que ahora le contempla entre incrédula y admirada mientras él exhibe su obra a los periodistas. A los 12 años, Reinoso se matriculó en la Academia Mercantil Moderna de la calle de la Princesa, y así fue como descubrió el barrio de la Ribera y en él quedó cautivado por sus piedras gastadas y sus adoquines mordidos. Las ha fotografiado a menudo, y son las fotografías de estos rincones que ha hecho durante los últimos 30 años del siglo XX las que se muestran en la exposición. "Me gustan sus piedras, las paredes de este barrio. Tienen un encanto especial...". Jordi Reinoso se sube la cintura de los pantalones y se ajusta la ropa recién planchada. "No, ahora ya no hago prácticamente fotografías... Las cámaras pesan...".

En los últimos años, el barrio de la Ribera tiende a ser un restaurante de comida rápida con murales pintados por un ilustrador de moda, y una zapatería de zapatos a 300 euros, y un montón de tiendas de ropa fashion donde en vez de decir "quiero una camisa como ésa", hay que decir "déme esa camisa", porque no tienen más que la que se ve. Pero, probablemente, todo esto también acabará convertido en fotografías.

-¡Plátanos! Por todas partes ¡plátanos! ¡Lo que aquí había antes eran casas de plátanos!

-Señora, me parece que eso ya lo había dicho usted.

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