Una tristeza doméstica
Antes que nada digamos que Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1935) es un clásico contemporáneo. Lo demuestran su compromiso con una poética innegociable; su sentido del diagnóstico moral y social del mundo, sin ser moralizante y sin comulgar con ninguna pretendida novela comprometida; y un método de plasmación narrativa refractario a los vaivenes de las tendencias de moda y de las exigencias del mercado. Javier Tomeo, para decirlo con jerga joven, pase lo que pase siempre va a su bola. Cuando me refiero a su condición de clásico contemporáneo en la novela española, como lo son, entre otros pocos más, Rafael Sánchez Ferlosio, Miguel Delibes, Juan Benet, Juan Marsé, Juan Goytisolo, Luis Mateo Díez o Javier Marías, estoy hablando de alguien que ocupa el lugar que ocupa gracias al rendimiento ético de sus propuestas estéticas y viceversa. Tomeo es dueño de un mundo propio, él inventó las leyes de autorregulación de ese mundo, un mundo en el que apenas algo cambia, pero que, sin embargo, en cada libro nuevo se insinúa la extrema soledad del hombre contemporáneo, y su no menos extrema indefensión ante la estupidez y el absurdo, bajo una sutil diferencia de enfoque argumental.
EL CANTANTE DE BOLEROS
Javier Tomeo
Anagrama. Barcelona, 2005
177 páginas. 14 euros
Es verdad que Javier Tomeo desde hace unos cuantos años va introduciendo en su sistema narrativo paisajes humanos y físicos más propios de nuestra realidad más reconocible. Hay diferencias entre El castillo de la carta cifrada (1979) y La mirada de la muñeca hinchable (2003). Sus personajes han ido perdiendo ese perfil de entes metafísicos para ir transformándose cada vez más en perfiles cotidianos. Pero el núcleo duro de su arte sigue fiel a los conceptos de sobriedad descriptiva, minimalismo psicológico, humor cortante y un sentido casi inigualable en la actual narrativa española para sintetizar en breves ficciones estulticia y desolación. Precisamente este sentimiento es el que se desprende de su nueva novela, El cantante de boleros.
Como sucede en todas sus
novelas, una cosa es lo que leemos, con esa sensación de fantasía, levedad e inteligente ironía, y otra muy distinta el sabor agridulce que nos deja pasado los días. El cantante de boleros es la historia de un hombre solitario, un hombre del que no sabemos casi nada (ni su nombre), que recuerda a su madre hace poco muerta y con la que a veces habla (como sucedía en La mirada de la muñeca hinchable). Este hombre que nos narra su vida monótona, sus relaciones vecinales, sus escarceos amorosos, trufada con una esperanza casi risible de cantante de boleros, es objeto de una mentira monumental. Su ingenuidad se lo merecía. La novela transcurre en esa especie de letargo prosístico a que nos tiene acostumbrado Tomeo. Las frases se van hilando unas tras otras, salpicadas de registros ahora cada vez más provocativos, como si con ese dibujo rutinario del estilo se nos fuera insinuando poco a poco la luminosa y doméstica tristeza con la que el relato no tendrá más remedio que finalizar. Hannah Arendt solía decir que a Kafka le importaba infinitamente menos la realidad que la verdad. No estoy tan seguro de esa dicotomía, pero sí que a Javier Tomeo le importa más la verdad que la realidad que como pocos sabe desenmascarar.
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