Dos Coreas, dos realidades
Comparten mil años de historia, una etnia y una lengua, pero seis décadas de separación política han abierto entre ellas un abismo casi infranqueable. Corea del Sur es la tercera economía de Asia; Corea del Norte, la última. Así es la vida a ambos lados del último frente de la guerra fría.
Como un espantapájaros, de la cúspide de la pirámide de 105 pisos de altura que pretendía ser el hotel más alto del mundo sobresale una grúa. La megalómana construcción, situada en el centro de Pyongyang, se paralizó en su última fase hace 10 años, cuando Corea del Norte se sumía en una hambruna que costó cerca de un millón de vidas. Kim Il Sung -"el gran líder", "nuestro padre", como le llaman los norcoreanos- desarrolló al final de su vida (murió en 1994) un extraño gusto por los grandes hoteles, torres en las que duermen clientes imaginarios.
A sólo 240 kilómetros de distancia, al otro lado de la frontera con mayor concentración de tropas y armamento del planeta, es difícil encontrar una habitación libre en los templos de la hostelería que se alzan en el centro de Seúl, en el entorno del Ayuntamiento. Corea del Sur es ya la tercera economía de Asia, y Corea del Norte, la última. El norte culpa a Estados Unidos de todos sus males; el sur hospeda a 37.000 soldados estadounidenses, la mayoría de ellos instalados en una base gigantesca situada en el corazón mismo de la capital, a tiro de piedra del Ayuntamiento.
Comparten 1.300 años de historia común, una etnia de las más puras del mundo y una única lengua, pero seis décadas de separación han abierto entre los dos países un abismo casi infranqueable. La península fue dividida en 1945 por el paralelo 38, la línea elegida por Estados Unidos y la Unión Soviética para repartirse la colonia del derrotado imperio japonés y marcar sus esferas de influencia en Asia. Corea no tuvo más participación en la II Guerra Mundial que continuar la resistencia contra la invasión japonesa perpetrada en 1910. "Nosotros no éramos como Alemania, agresores; éramos víctimas", señala Song Min-soon, viceministro surcoreano de Exteriores, al destacar la injusta división de la península y la voluntad de reunificarla "cueste lo que cueste".
En Corea del Sur, con casi 50 millones de habitantes, se respira empuje, lujo y un frenético vértigo de transformación y crecimiento sólo comparable al de China y Vietnam. En el norte, por el contrario, parecen haberse parado los relojes de sus 22 millones de personas. La falta de combustible y de electricidad ha convertido el paraíso terrestre inventado por Kim Il Sung en un teatro surrealista donde quienes viven en los altos edificios -orgullo y capricho del régimen, levantados en las décadas de los sesenta y setenta- se ven con frecuencia obligados a subir a pie los muchos pisos que separan su vivienda del suelo.
El flamante parque automovilístico de Seúl sorprende nada más adentrarse en el laberinto de arterias, puentes, túneles y rampas por el que circula el intenso tráfico de esta ciudad de más de 10 millones de habitantes. En Pyongyang, la población supera los dos millones, pero la mayor parte del tiempo las calles están desiertas. Por no haber, no hay ni bicicletas. El gran líder dijo un día que daban un aire poco moderno a la ciudad, y nunca más volvieron a rodar por sus amplias avenidas. Sólo en las cercanías de la estación ferroviaria, donde confluye la mayoría de los autobuses y una estación del metro -hay dos líneas suburbanas en forma de aspa con unas 20 estaciones-, puede verse movimiento de gente. Algunos van cargados con pesados fardos a la espalda, otros marchan con paso ligero; pero la mayoría de las personas se mueve en grupos: escolares, laborales, folclóricos
Las principales vías de acceso a la capital norcoreana tienen hasta 10 carriles, pero, como en una película de terror, están espantosamente vacías. Pasan minutos sin que circule un turismo, un autobús destartalado o un camión militar. Por los arcenes, sin embargo, incluso a decenas de kilómetros, suele haber viandantes y alguna bicicleta. "Esto no es una dictadura. Nadie nos impone amar al gran líder camarada Kim Il Sung. Le veneramos porque es nuestro padre y un hombre extraordinario", afirma Kang Jong Sim, de 23 años, que prepara su doctorado en lengua española. Al igual que la propaganda oficial, Kang sostiene que el "solo responsable" de la actual miseria de los norcoreanos es George Bush. Kang milita en el Partido de los Trabajadores Coreanos, el único existente, y aunque se pone en guardia cuando se le pregunta si le gustaría viajar a otros países, admite que querría ir a estudiar a España.
En Seúl, Souzie Choi, de 26 años, hace dos que decidió abandonar Canadá, cuya nacionalidad conserva, para volver a su ciudad natal. "Aquí hay más oportunidades y estás mejor considerada", señala. El teléfono móvil de Souzie emite música rock como señal de llamada. Jong Sim, en cambio, nunca tuvo un móvil en sus manos. Durante un corto periodo, su Gobierno, que inició una tenue apertura que incluye la importación de tecnología surcoreana, permitió la instalación de antenas en Pyongyang, pero el año pasado anuló la cobertura y prohibió el uso de unos aparatos que no tenía capacidad de controlar.
"Eso fue verdaderamente una tontería", afirma Pak Kwang Ung, secretario general del Comité de Relaciones Culturales con el Extranjero, en un arranque de sinceridad poco común en el hermético reino heredado por Kim Jong Il cuando un infarto acabó repentinamente con la vida de su padre. Para Park Chan Bong, viceministro de Unificación surcoreano, la prohibición de los móviles tal vez obedece a que el Gobierno vecino piensa que puede desestabilizar la sociedad, aunque señala que "no se ven signos de inestabilidad ni de resquebrajamiento del liderazgo" norcoreano.
Aislados del mundo, sin radio, televisión o prensa que les cuente lo que pasa más allá de sus fronteras, buena parte de los norcoreanos vive ajena a la realidad actual. Sólo unos pocos saben de la revolución tecnológica que ha hecho de Corea del Sur una potencia exportadora contra la que no pueden competir astilleros ni fábricas de Europa. Kim Il Sung logró un espectacular despegue del país -reducido a escombros por la guerra intercoreana (1950-1953)- hasta los primeros años setenta. Entonces se vivía bastante mejor en la mitad norte de la península que en la mitad sur, y, tras las miserias pasadas bajo la dominación japonesa y por la guerra, muchos creyeron que habían construido el nuevo paraíso terrenal. Pero los ritmos se invirtieron y la realidad se ha impuesto sobre la utopía.
En el distrito financiero de Seúl, los bancos se disputan los más modernos e inteligentes edificios, con accesos magnéticos que impiden los movimientos de un extraño por su interior. En Pyongyang, sin embargo, las entidades financieras brillan por su ausencia. La banca internacional volvió la espalda al régimen cuando no pudo pagar la campaña desorbitada de compras de la maquinaria más avanzada de Occidente, realizada a comienzos de los setenta porque Kim Il Sung consideró que el mercado socialista no era suficiente.
En una de las islas del río Tedong, que cruza la capital norcoreana, hay un enorme estadio, una mole de hormigón que alberga el pretencioso festival anual internacional de cine y el hotel Yanggakdo, de 41 plantas, en cuyo semisótano -contradicciones del sistema- el magnate de los casinos de Macao, Stanley Ho, y otros inversores abrieron un local de juego en 2000. Fue poco después del apretón de manos entre Kim Jong Il y su rival del sur, Kim Dae-jung, cuando parecía que el régimen norcoreano se encaminaba a una apertura parecida a la de China. El casino, un antro de aspecto decadente que permanece aún abierto, estaba destinado a la multitud de hombres de negocios que se esperaba afluyeran. La cajera del Yanggakdo casi se asusta cuando la clienta extranjera le pregunta si cambia euros. El cambio oficial es de 170 wons por euro, el no oficial ronda los 3.400. Los pocos extranjeros que viven o visitan el país sólo pueden pagar con divisas al cambio oficial. En esta brutal diferencia se sustenta la doble economía que rige el país, que ha aprendido a enfrentar una a la otra para que la no oficial arrastre a la oficial por el camino de la producción.
"¿Puedo responder a eso? ¿No es secreto?", pregunta mirando con los ojos muy abiertos, ora a la periodista extranjera, ora al secretario general del Comité de Relaciones Culturales con el Extranjero, una de las bellas jovencitas que regulan el escaso tráfico de Pyongyang, donde no funciona un solo semáforo y, en los cruces de las principales avenidas del centro, guardias como Pak Yong Kum, de 19 años, con uniformes azulones impolutos y maquilladas como estrellas de cine, mueven la cabeza a derecha e izquierda constantemente; giran en un solo movimiento 180 grados, igual que si lo hicieran sobre un eje, y levantan los brazos perfectamente rectos como si fuesen autómatas. Recuerdan los antiguos juguetes de latón a los que se daba cuerda. Lindas muñequitas con disciplina marcial.
La pregunta que la agente no sabe si debe responder por temor a que sea secreto es simplemente cuánto duran sus turnos de trabajo. Tranquilizada por el respetable funcionario de 53 años que me acompaña a todas partes, Yong Kum contesta que trabaja media hora y descansa una en la comisaría más cercana, y así sucesivamente hasta completar la jornada laboral de ocho horas, cinco días a la semana. Cuenta que necesitó un mes de entrenamiento y formación, y que vive, junto con otras guardias, en una céntrica residencia que les facilita el Gobierno gratuitamente, incluida la manutención. Además recibe el uniforme completo, incluidos zapatos y medias, y un sueldo mensual de 1.900 wons (0,6 euros).
La reforma introducida por el régimen norcoreano en 2002 pretende reducir la enorme carga que soporta el Estado con este apadrinamiento de la vida de sus súbditos y con los subsidios alimentarios. A cambio, ha comenzado a elevar los sueldos para hacer frente a la inflación. Pero, por muchos números que se hagan, las cuentas no salen sin trampear.
Ri Gui Song, director del Departamento de Economía de la Academia de Ciencias Sociales, se pone de ejemplo de cómo esos cambios han influido en la vida cotidiana. Dice que antes ganaba 200 wons y ahora 4.500. Antes pagaba por su vivienda de 90 metros cuadrados -incluida la luz, el gas y el agua- 30 wons y ahora 350. Además, sus cuotas de alimentos subvencionados se han reducido a la mitad. Esto quiere decir que si a mediados de mes se le acaba el arroz subvencionado que compra a 44 wons el kilo, tiene que acudir al llamado mercado de consumo, donde se vende a 86. Y lo que es más importante: el Estado compra a los campesinos la cuota exigida de arroz a 29 wons por kilo en lugar de los 0,8 que les pagaban hace tres años. Con esto y las diminutas parcelas de tierra dadas en propiedad para que cultiven y hagan con la producción lo que quieran pretende impulsar la agricultura y lograr que el país vuelva a autoabastecerse como en la década de los setenta.
Ri se muestra confiado en el éxito de la nueva vía norcoreana y asegura que desde su introducción la producción ha crecido casi un 12%. Pese al adoctrinamiento de la sociedad, la mayoría está a favor de la nueva liberalización. "La situación es más llevadera. Los mercados de consumo permiten al pueblo conseguir lo que no le podía suministrar el Gobierno. Y todo sin salirse del sistema socialista", dice Hwang Chang Guil, de 63 años, sin olvidarse de la cantilena oficial para evitar problemas por su entusiasmo mercantil y sin querer entrar en detalles de lo padecido. Tras la hambruna de 1995 a 1998, el Gobierno se vio obligado a modificar las reglas de una economía que se paralizó a mitad de los años setenta y cayó en picado en los noventa. La reforma constitucional de 1998 introdujo el concepto de economía privada, lo que facilitó una batería de leyes que apoyan el comercio y la inversión extranjera. Desde entonces, la curva del desastre se ha invertido. Aunque muy lentamente, el dinero comienza a circular. Se han abierto 4.500 mercados de consumo, uno en cada ciudad -en Pyongyang hay tres-, en los que se vende libremente todo tipo de productos importados de China, además de los excedentes de cultivos y productos locales.
Los hados parecieron confabularse contra la castigada población norcoreana en la última década del siglo XX. La desaparición de la Unión Soviética en 1991 acabó con el combustible subvencionado que llegaba desde allí y puso en desbandada a los socios comunistas, a excepción de China. A esto se sumaron dos años de sequías extremas y tres de feroces inundaciones que fueron la puntilla para un pueblo sometido a un liderazgo despótico que se permitió seguir controlando con puño de hierro una nación que se le moría en las manos.
"Nosotros no cerramos la puerta a nadie. Tenemos los brazos abiertos a la inversión extranjera. Es Estados Unidos el que la impide", afirma Hong Song Ok, vicepresidenta del Comité de Relaciones Culturales con el Extranjero, una especie de superministerio de Exteriores, y diputada de la Asamblea Popular. Minutos antes, Hong daba la bienvenida a EL PAÍS con un "no me gustan los periodistas ni me interesan sus preguntas, pero me han dicho que tenía que entrevistarme".
La entrevista fue todo un disparate de propaganda que revela hasta qué punto el culto a la personalidad entre los que rozan el poder raya en la locura, la inocencia o la estupidez. "Nuestro querido líder Kim Jong Il se pasa las 24 horas al día en el coche recorriendo los cuarteles y visitando a su pueblo. No tiene ni cama, sólo un asiento duro en el coche, y como comida, un único puñado de arroz al día", dijo Hong orgullosa. No se le podía replicar porque el viaje de siete días acababa de comenzar, y después de tratar durante 26 años de obtener un visado no era cuestión de tirarlo por la borda en la primera reunión.
Basta con ver por fuera -no se me permitió el acceso- el mastodóntico Palacio Memorial de Kumsusan (residencia de Kim Il Sung reformada y ampliada en plena hambruna para albergar el panteón con la momia) para comprender la humildad y la sencillez con que vivía el padre de la patria y la que debe de haber heredado el hijo. No hay un rincón del país libre de la mirada de Kim Il Sung. Pinturas o fotografías ocupan al menos una de cada cuatro paredes de cualquier construcción, de casas a hospitales. Hay esculturas de decenas de metros y grandes murales de piedra en los que se cincela un párrafo suyo escrito a mano y su firma. Además, en pleno corazón de Pyongyang se alza una altísima torre con un penacho rojo, como si fuera una vela ardiendo, que simboliza la idea juche, el principio de autosuficiencia en que se basa la doctrina de Kim Il Sung.
En el puerto de Nanpó, a 80 kilómetros de la capital norcoreana, el régimen muestra ufano el dique de ocho kilómetros de largo construido en la desembocadura del Tedong. En la faraónica obra realizada entre 1981 y 1986 participaron 30.000 soldados en unas condiciones que ponen los pelos de punta tan sólo de imaginárselas a partir del documental que te muestran. Sólo un pueblo perfectamente adoctrinado es capaz de acometer semejante proyecto, y el adoctrinamiento en Corea del Norte comienza a los dos años. Impresiona ver cómo niños que apenas levantan unos palmos del suelo obedecen las órdenes y hacen gimnasia, bailan o cantan juntos, sin que ninguno interrumpa ni se salga del guión.
Kaesong, situada a 168 kilómetros al sur de Pyongyang y a 70 al norte de Seúl, es la gran esperanza del país. Fuera de la ciudad, en el extremo suroriental fronterizo, se ha abierto un gran parque industrial que se construye con dinero, electricidad y 600 técnicos y profesionales de Corea del Sur. Los 2.000 obreros sin calificación norcoreanos empleados en esta zona económica especial cobran una fortuna en comparación con sus compatriotas: 57,5 dólares al mes. Los datos los facilitó Jong Yong Chol, director del Departamento de Relaciones Exteriores de Kaesong, pero no hubo forma de conseguir un permiso para visitar el parque, en el que ya funcionan 15 fábricas.
Con una población de 360.000 habitantes, en Kaesong se percibe una cierta mejoría, el movimiento que trae el dinero y una fuerte presencia militar por encontrarse en las lindes de la eufemísticamente llamada "zona desmilitarizada", una franja de cuatro kilómetros de anchura, dos a cada lado de la línea divisoria oficial. "Ahora la situación no es tan penosa como antes", dice Kim Yong Sil, una maestra de 27 años.
En Corea del Sur hay un claro malestar contra el continuo hostigamiento de Estados Unidos hacia Pyongyang desde que George Bush llegó a la Casa Blanca. "Con Bill Clinton se consiguió la primera apertura del régimen y la firma del acuerdo por el que se renunciaba a las armas atómicas a cambio de ayuda. Bush destruyó todo lo construido", señala Lee Jung-chul, investigador del Instituto Samsung. "Corea del Norte está en su derecho de fabricar armas nucleares porque son para defender nuestro país de la agresión de Washington", afirma contundente el director para Europa del Ministerio de Exteriores norcoreano, Li Kuang Hyok.
"Afortunadamente, el retroceso político no bloqueó totalmente la reforma económica", añade Lee al destacar que las relaciones intercoreanas han sufrido un frenazo con la crisis abierta tras el reconocimiento de Pyongyang, en 2003, de poseer un programa de enriquecimiento de uranio. El mayor éxito de la distensión se lo llevó la empresa Hyundai, que explota desde 2000, en el extremo sureste de Corea del Norte, una zona turística especial a la que ya lleva 10.000 surcoreanos al mes, que pueden permanecer hasta un máximo de tres días, aunque lo normal sea un paseo de un día por la montaña de Kungam.
La renta per cápita surcoreana alcanzó en 2004 los 14.160 dólares (unos 10.800 euros, frente a los 18.000 de España) aunque, según la socióloga Lee Joo Hee, el salario medio se sitúa en torno a los 550 dólares mensuales para quienes no tienen una titulación superior. "Nunca pensé que Corea del Sur pudiera transformarse tan rápido. Los avances tecnológicos son tan vertiginosos que el sistema expulsó, durante la crisis económica asiática de 1997, a buena parte de los que tenían más de 45 años por ser más lentos en la asimilación de los cambios", afirma esta profesora de la universidad capitalina de Ewha. Lee Joo Hee, que confiesa un sueldo de 50.000 dólares anuales, señala que decidió dejar Estados Unidos, donde realizó sus estudios y su doctorado, porque Seúl le brinda más oportunidades y porque estaba cansada de la "cada día mayor discriminación de los extranjeros" en ese país. La renta per cápita de Corea del Norte fue de 920 dólares en 2004, pero el salario medio apenas alcanza un euro mensual. Las remesas que envía la numerosa diáspora coreana y la doble economía son el único empuje económico palpable. Sus efectos han hecho surgir en Pyongyang multitud de pequeños restaurantes no oficiales, con cerveza tanto nacional como de importación e incluso con sus propios generadores eléctricos.
En 1995, en plena hambruna, Kim Jong Il personalmente ordenó que se permitiera la entrada de organizaciones humanitarias. Según Gerald Bourke, portavoz del Programa Mundial de Alimentación, la decisión no sólo fue fundamental para paliar la catástrofe, sino que también permitió a la población ponerse por primera vez en contacto con el mundo exterior a través del más de un centenar de cooperantes internacionales que llevan desde entonces trabajando en Corea del Norte. Bourke señala que ya no hay hambre, aunque "la reforma, al hacer hincapié en la productividad y permitir el despido en una situación tan precaria, se ceba en los más vulnerables". El éxito de las primeras fugas de norcoreanos realizadas en 2003 con ayuda de ONG y misioneros protestantes ha dado pie a la aparición de múltiples mafias que cobran entre 1.500 y 15.000 euros por filtrar a través de China hasta Vietnam, Birmania o Laos, y de ahí a Corea del Sur, a quienes huyen en busca de una vida mejor y se encuentran atados a una deuda durante años, por no hablar de los robos y violaciones denunciados. Al difícil tránsito se une el que si, durante el viaje por China, son descubiertos, Pekín les devuelve a Corea del Norte, lo que puede suponerles una larga temporada entre rejas. Si finalmente llegan, diversas organizaciones humanitarias se dedican a ayudarles psicológicamente a adaptarse al ritmo de Corea del Sur, que para muchos resulta traumático y no consiguen vencer el círculo vicioso alcohol, ayuda estatal y marginación.
El presidente Roh Moo-hyun no favorece la llegada de refugiados -cerca de 500 en lo que va de año-, no ya por los problemas de adaptación, sino también porque daña las relaciones con el norte, y sobre todo porque ayudarles a escapar de su odioso sistema se ha convertido en un lucrativo negocio. Uno de los grandes temores del Gobierno surcoreano es que se hunda -aunque lo considera "poco probable"- el régimen norcoreano, lo que obligaría a Seúl a hacerse cargo de una población sin la más mínima preparación para adaptarse al ritmo capitalista y a los vertiginosos avances tecnológicos. De ahí que el proceso de reunificación de Alemania se haya convertido en objeto de detallado estudio de intelectuales, empresarios y funcionarios surcoreanos, que acuden a aquel país a empaparse de pros y contras.
"Los catedráticos estamos muy bien considerados", afirma Kwon Oni, profesora de español de la Universidad de Mujeres de Duksung, que destaca que uno de los pilares del crecimiento económico surcoreano es la fuerte inversión en investigación y desarrollo. "Los profesores tenemos numerosas prebendas para facilitar el estudio y la investigación", añade. Por el contrario, el profesor Li Dong Ung, director del departamento de español de la Universidad de Pyongyang, que tiene 45 alumnos, reconoce que carecen de libros y periódicos para estudiar. Sólo le ponen ganas, aunque consideración no les falta. Kang Jong Sim, recien licenciada de este departamento, destaca que Kim Il Sung valoró tanto el papel de los intelectuales en la construcción del país que ordenó que el símbolo del partido incluyera, además de la hoz y el martillo, un pincel.
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