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IDA y VUELTA
Columna
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La gran lección de Bankfort

No nos engañemos. Ir a la Feria del Libro de Francfort suele ser para un escritor (ya sea catalán, español, inglés o chimpancé) una de las experiencias más penosas y deprimentes que existen. La ciudad, Francfort, es ya de por sí bastante horrible. Su famosa Feria del Libro puede llegar a ser incluso alegre y un glorioso desfile de vanidades, pero también un frío conjunto arquitectónico muy inhumano, formado por unos cuantos rascacielos, 5.000 casetas y unos 200 restaurantes dentro de una inacabable histeria y una notable apoteosis de la banalidad.

¿Qué puede hacer un escritor allí? Esperar a un tranvía, o recordar al editor Víctor Seix (a quien lo mató un tranvía), o tal vez comerse una pringosa salchicha de Francfort en un tranvía. Comérsela y percibir que él no pinta nada ahí en medio de ese conjunto descomunal de escaleras mecánicas por las que suben y bajan multitudes de agentes sicalípticos, vendedoras, compradores, editoras, saltamontes, melancólicos que viven en las mismas escaleras, ratas de los negocios, bucólicos directores de marketing, cocineros de moda, escritores de best sellers zumbados, loros de Flaubert, gerentes de empresas de libros sobre caimanes. Libros literarios los hay, pero digamos que no abundan, y es que por libros se entienden allí cosas muy variadas. Un elevado tanto por ciento de los feriantes desconocen, por ejemplo, qué novela escribió Cervantes, pero en cambio tienen amplias nociones sobre el Deutsche Bundesbank, que alberga en su interior el imprescindible -recomiendo visitarlo para acabar de deprimirse- gran Museo del Dinero.

En medio de tanta escalera mecánica, el escritor no sabe dónde colocarse. En la entrada al recinto ferial le han dado un gigantesco mapa para que se sitúe y sepa dónde están las casetas en las que hay gente que él conoce. Pero cuando por fin encuentre a amigos y conocidos, verá que ni siquiera piensan ofrecerle una silla, no vaya a ser que se entere del precio por el que acaban de vender el libro de su colega más odiado. Sin silla, sin una orientación clara en la vida, con los ojos perdidos en su monumental mapa del Caos materialista, el escritor descubrirá que él no es absolutamente nadie y que ni siquiera es necesario que escriba libros, pues hay ya muchos libros en el mundo, casi todos de cocina, de pájaros locos o de autoayuda y casi todos encuadernados.

A quienes quieran acercarse a esa colosal ciudad a la que muchos llaman Bankfort (en honor al récord de oficinas bancarias que ostenta) les recomiendo, si son escritores, que vayan preparados para vivir la muy razonable experiencia de conocer el alcance de su propia insignificancia personal. Es un importante jarro de agua fría, un jarro inolvidable. Francfort es sobre todo un gran ejercicio de humildad. No eres nadie y sales de allí sabiendo que nunca llegarás a nada. Es la gran lección de Bankfort. Si eres de Barcelona, por ejemplo, cuando vuelves sigues siendo de Barcelona. Y punto. Nadie te ha visto, nadie te quiere ver. Regresas con la impresión de haberte salvado del atropello de algún tranvía y también con la sospecha de que en realidad te has dejado caer en Lubina, aquel pueblo del que Juan Rulfo decía que era el más triste del mundo. Vuelves de Bankfort y ya nunca más crecerá la hierba para ti ni olvidarás que eres más pequeño e insignificante de lo que creías. Sabrás que la vida sigue, pero habrás quedado horrorizado para siempre. Habrás conocido por fin cuál es como escritor tu verdadero lugar en el mundo. Pero has de ir a Bankfort. Allí ve uno cómo se fortalece su carácter.

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