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IDA y VUELTA
Columna
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Camino al andar

El 4 y 5 de junio se celebrará la Caminada Internacional de Barcelona. Los participantes podrán optar por tres modalidades de recorridos: el largo (30 kilómetros), el mediano (20) y el corto (10). Todo es relativo, ya que a algunos nos parece que el recorrido corto es cruelmente largo. Esta prueba forma parte de un movimiento internacional agrupado en torno a una organización que lleva el dinámico nombre de International Marching League. No es ninguna secta y conecta con la alarmante tendencia de los barceloneses a hacer ejercicio colectivamente, ya sea en forma de cursa o carnaval filobrasileño. Para compensar tanto ejercicio, los gandules locales deberíamos fundar la International Stoping League, un movimiento estático que se dedicaría a instalarse en una terraza de la Rambla de Catalunya a ver como pasan mujeres cada vez más hermosas.

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El arte de caminar

Los caminantes se organizan con una cuota de inscripción, zonas de avituallamiento, diplomas y medallas. Los recorridos más largos incluyen lugares míticos de la ciudad: Collserola, Pedralbes, el parque Güell, Montjuïc. El gusto por las montañas tiene que ver con el efecto desnivel, que parecen obviar los que se proponen subir en bicicleta la parte más alta de la calle de Santaló. Por más que finjan resistir, todo el mundo sabe que se están muriendo y que el esfuerzo dejará secuelas nefastas en su salud, aunque les anime aquel mantra redactado por la filósofa actriz Esperanza Roy: "No me interesa la meta, sino el camino". Para los que no llegamos a la categoría de caminantes y nos quedamos en peatones, las opciones son distintas: paseamos por donde podemos y sólo por prescripción facultativa.

Cada día doy una vuelta por mi barrio, y constato que las dificultades y los obstáculos han aumentado, sometiendo al peatón a un riguroso mobbing vial. No me refiero a las entrañables defecaciones caninas, que ya forman parte de nuestra educación sentimental. Tampoco a las zanjas y vallas situadas de un modo casi siempre absurdo, que constituyen un recordatorio de la negligencia y su permanente necesidad de reparación. En las últimas décadas, hemos tenido que añadir a las trampas existentes postes metálicos para evitar que los coches aparquen sobre la acera; una multiplicación delirante de las motos, los andamios y los contenedores, que siguen invadiendo espacios peatonales, y además esos paneles publicitarios que nos alegran la vista cuando anuncian ropa interior. El otro día estuve a punto de pegarme un santo tortazo contra uno de esos paneles en el que, casualmente, se anunciaba la Caminada Internacional de marras. Me lo tomé como una señal. Entendí que el Ayuntamiento y los organizadores lo habían puesto allí no para que me rompiera la crisma, sino para crear un contraste entre el concepto caminar y el concepto putear al peatón. Para celebrar que no me había roto nada, intenté llegar a la Rambla de Catalunya. Tuve que superar varias corrientes de ciclistas transgresores de normas (tan peligrosas para ellos como para los peatones), motoristas expertos en el atajo ilegal y monopatinadores adolescentes enseñando el hemisferio norte de sus no siempre interesantes posaderas. Al llegar a una mesa libre de una terraza de la rambla, me sentí casi a salvo, como en una trinchera o un búnker antiatómico. Y cuando creía que podría disfrutar de la visión de los demás caminantes y de una cerveza, empezó el acoso de pedigüeños más o menos organizados, cantautores callejeros y malabaristas con rastas y perros. ¿Parece que me estoy quejando? En absoluto. Que una ciudad consiga resistir todo eso y siga siendo hermosa confirma su excepcionalidad.

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