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Reportaje:EL VIAJERO HABITUAL

Lleno hasta la bandera

Nuevas reglas en los monumentos ante la avalancha de visitantes

Barcelona sería un destino turístico mucho menos exitoso de no haber vivido y trabajado en ella un arquitecto visionario, peculiar, ultracatólico, una figura dostoievskiana que la suerte ha convertido en una especie de Mickey Mouse en Disneylandia, para alegría de las autoridades municipales. Aquel místico frailuno, Antoni Gaudí, se ha convertido, quién lo iba a decir, en emblema del buen rollito. Entre los edificios emblemáticos que proyectó destaca una casa de pisos, la casa Milà, conocida como La Pedrera, donde aún viven algunos inquilinos particulares, pero que es, sobre todo, sala de exposiciones y sede de la Fundación de La Caixa de Catalunya. No hay turista que pise Barcelona y pueda irse sin haber visitado, en primer lugar, la Sagrada Familia y, en segundo, La Pedrera, declarada patrimonio de la humanidad en el año 1984, junto al parque y el palacio Güell.

La fundación está satisfecha del éxito, pero también inquieta. La preocupación empezó a consolidarse en 2002, el Año Gaudí, en el que La Pedrera recibió un millón y medio de visitantes. Al alcanzar ese número se hizo evidente que había que pararse a pensar en lo que estaba sucediendo. Tal afluencia de multitudes a un lugar pensado para uso de unas cuantas familias hacía padecer las estructuras e impuso una política de reparaciones permanentes. La sostenibilidad del emblemático edificio se revelaba imposible, de seguir las cosas así. Moriría de éxito, había llegado a un punto de saturación.

Y, por otra parte, cómo no van las masas turísticas a pasearse por La Pedrera, cómo irse de Barcelona sin haber acariciado su piedra porosa. Irse casi sería como no haber estado. Porque en las últimas décadas la "oferta cultural" se ha convertido en aderezo o complemento indispensable de unas vacaciones en el extranjero.

Para amplios estratos de turistas, el tradicional programa recreativo de jornadas al sol, de baños de mar, de dolce far niente y de shopping desmelenado no basta: debe ser completado por la visita a un museo, un templo o algún edificio singular, pues el aprendizaje y el esfuerzo de comprensión de un fenómeno desconocido o nuevo que, es de suponer, conllevan estas visitas, ayuda al turista a sentir que es algo menos vil que lo que Machado llamó un "cerdo de la piara de Epicuro". El programa cultural, además, ayuda a contextualizar sus vacaciones, a hacerse una idea, tangencial y aproximativa, pero sobre el terreno y sin necesidad de estudio previo, de dónde se halla y cuál es la especificidad de ese lugar. A comprenderlo e incluso a poseerlo simbólicamente.

Hedonismo de masas

La consecuencia de esta incorporación de los sitios culturales, de los monumentos del legado histórico, artístico y arquitectónico, al fenómeno del turismo masivo, que es la actividad más característica de nuestra contemporaneidad y la primera industria del mundo, y desde luego de Europa, es que los mantiene con vida, pero al mismo tiempo los desvirtúa, hiere y hasta condena si no se toman las medidas coercitivas adecuadas.

La cueva de Altamira ha tenido que clonarse para sobrevivir, y la Alhambra de Granada ha decidido poner filtros a las visitas. Son síntomas de un problema difuso que Claude Fourteau, consejera en la dirección del Museo del Louvre y del Centro Pompidou, en París, resume con una fórmula alarmante: "El auge del turismo anuncia un horizonte de posible catástrofe cultural. El turismo puede matar los museos igual que ya ha matado las playas".

Fourteau participa en una conferencia internacional organizada por la Fundación Caixa de Catalunya que concluye hoy y reúne en La Pedrera a especialistas de diversos países para pensar y debatir Nuevas políticas para el turismo cultural, capaces de frenar esa posible catástrofe. Uno de los desafíos consiste en combinar el acceso a la cultura con la protección del patrimonio. El comité científico está presidido por el filósofo Yves Michaud, y participan en él el director de la Tate Modern de Londres, Vicent Todolí, y el economista Bruno S. Frey, entre otros especialistas de varias disciplinas relacionadas con el binomio turismo-cultura.

Michaud explica ideas básicas y apriorismos sobre los que se articulan los debates. Éstos son algunos: que todos somos turistas en un momento u otro; que el derecho a desplazarse es un derecho democrático, y el turismo, un elemento de transformación en las personas; que es, también, una característica de la mirada contemporánea; que el turista es un ser pasivo, acepta lo que se le propone, y eso se puede aprovechar...

Anna Tilroe (historiadora del arte y hasta hace muy poco miembro del Consejo holandés para la Cultura y las Artes), por su parte, cree que el punto de arribada del periplo turístico en busca del placer es, por definición, the shop (la tienda), y que instituciones, artistas e intelectuales deben acordar estrategias para frenar los "acontecimientos y expectativas" de las masas. Bruno S. Frey, tras preguntarse "¿de qué vale tener derecho de uso de un bien cultural si por culpa de la sobresaturación no se puede disfrutar?", y responder: "De nada", propone diferentes estrategias para diversificar precios y horarios, atendiendo a la edad de los visitantes y a si éstos son locales o extranjeros.

Ignacio Vidal-Folch (Barcelona, 1956) es autor de Turistas del ideal (Destino, 2005).

Una cola de turistas en la entrada de La Pedrera, el edificio de viviendas de Gaudí en el paseo de Gracia de Barcelona.
Una cola de turistas en la entrada de La Pedrera, el edificio de viviendas de Gaudí en el paseo de Gracia de Barcelona.VICENS GIMÉNEZ

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