Dimes y diretes
Esta semana me ha tocado viajar entre Bilbao y San Sebastián, lo que me ha permitido ver una exposición fotográfica en cada ciudad. Las dos están repletas de buenas intenciones, pero en una su catálogo y en la otra su díptico de presentación carecen de algo tan fundamental como datos biográficos básicos de sus autores, una información clave para comprender al artista y su obra.
La exposición de San Sebastián se presenta en la Asociación Fotográfica de Guipúzcoa. Son treinta fotografías de José Víctor Segura de quien no se indica edad, lugar de nacimiento ni si hubo trabajos anteriores o alguna motivación que impulse sus realizaciones fotográficas. Sencillamente se le presenta como un fotógrafo poeta que se ocupa de registrar paisajes naturales y urbanos durante sus viajes en Canadá, Gran Bretaña o en el almeriense cabo de Gata. Son imágenes muy saturadas en sus colores que generan un fuerte impacto visual, pero esta elección técnica apoyada por composiciones poco rebuscadas, de amable geometría, resultonas y agradables a la mirada, no es suficiente para explicar el sentido profundo de su trabajo. Por ello, un trabajo que en otras circunstancias alcanzaría un importante interés queda ente dudas marcadas por el azar, la suerte o por el revoloteo entre cubetas de laboratorio.
La segunda muestra se encuentra en la escondida e íntima sala Vanguardia de Bilbao. En ella encontramos fotografías de Dicky Recalde (Pamplona, 1963). Por un lado, vemos un curioso ensayo sobre fotografías de hilos de colores distribuidos en caprichosas formas que resultan verdaderamente atractivas y sugerentes. En otro orden de cosas, presenta parte una colección exhibida con anterioridad en el Polvorín de la Ciudadela de Pamplona, sobre espacios para el arte captados desnudos, es decir durante los intervalos entre exposiciones, tratando de indagar en los misterios del recuerdo, de lo que estuvo y marchó, o en los rastros de las ausencias, todo ello al abrigo de la frágil y engañosa memoria.
Es un abanico de imágenes donde aparece el vacío de las salas del Centro de Cultura Montehermoso, de la simpática estructura de la galería Trayecto en Vitoria o del Koldo Mitxelena y el Kursaal donostiarras. Sin embargo, nuevamente debemos conformarnos con una aproximación a la obra escrita por un amigo poeta, cuya exquisita prosa, repleta de bellas palabras y agradable musicalidad, no consigue desbrozar el camino del rutilante buscador de emociones plásticas. Tampoco ayuda a una mejor comprensión del autor la tan manida e insípida lista de exposiciones, o de obra en colecciones, al final del catálogo incapaces de suplir el enorme significado de una breve y sencilla biografía.
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