La Francia que siempre niega
Una política independiente en relación con Estados Unidos no impide la desgracia, en París, de Jacques Chirac. Pero una política de vasallaje respecto de Washington tampoco impide a Tony Blair seguir en estado de gracia. No es la política exterior la que dicta estos comportamientos nacionales. Desde el primer día en que Laurent Fabius declaró que rechazaba el tratado constitucional estaba claro que, por razones puramente políticas, Europa era, en Francia, el peligro. Nunca me han interesado las razones por las que el ex primer ministro de François Mitterrand pretendía romper con sus amigos. Desde el primer minuto, nunca creí en ellas y así lo escribí, por otro lado, sin indisponer especialmente al interesado. Enseguida le atribuí la siguiente estrategia: el descontento masivo de los franceses hace que el no sea plenamente posible. Conviene prever esta eventualidad. Incluso hay que lograr que sea probable para ser el único, más tarde, en situación de dominarla. Por otro lado, es la única que me permitirá, a mí, Fabius Magnus, volver a ser el número uno del partido y, si es posible, de Francia. Si gana el no, ¿quién habrá sido el visionario? ¿Quién habría sido el profeta? Ni Hollande, ni Strauss-Kahn, ni Lang, como tampoco los sabios como Jacques Delors y Robert Badinter. Esta conjetura, que sigo atribuyendo a Laurent Fabius y que revela un cinismo habitual en los grandes políticos, tiene sólo un defecto: si se hiciera realidad, no habría ninguna certeza de que Laurent Fabius pudiese sacar provecho de la victoria del no. Al encarnar la secesión de su partido después de que dos consultas electorales aprobasen la unidad, no es seguro que las palabras amables que le ha dirigido José Bové le permitan reunir a la izquierda como hizo Mitterrand al incorporar a los comunistas.
Por otro lado, dentro de la hipótesis de una victoria del sí, que sería considerada como una victoria de la derecha, es probable que el interés recayese más en Chirac y Sarkozy que en los representantes de los pedazos rotos de la izquierda. Sin embargo, las brasas de la ambición no parecen haber vuelto lúcido ni generoso en su visión internacional a este solitario frío que es Laurent Fabius. Puede muy bien convencer a algunos estudiantes estadounidenses en una universidad neoyorquina, pero no veo que recoja el más mínimo apoyo, aunque sea intelectual, de todos aquellos con los que ha trabajado en el extranjero. La opinión que tienen sobre él Mario Soares, Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero, Bronislaw Geremek y Jürgen Habermas no debe resultar demasiado dulce para sus oídos.
El análisis de Fabius se basa en unas realidades innegables. La sociedad francesa está en un estado de grave desequilibrio. Todos los rechazos se han vuelto populares y se aceptan todas las oposiciones. Y, sin embargo, ¿cómo puede uno mostrarse indulgente, pasivo o indiferente ante este levantamiento masivo contra la supresión de un día festivo en nombre de la solidaridad? ¿Cómo se ha podido aceptar sin reservas la oposición de los estudiantes de instituto a una reforma de la selectividad que hace unos años reclamaban? ¿Cómo se ha podido comprender que los sindicatos de Air France se pusieran en huelga para impedir que se castigase a un trabajador responsable de la muerte de una azafata? ¿Qué puede empujar a los cirujanos, cuyo oficio es un apostolado, a acudir a Londres para reprobar el sistema de su país?
Si se mira caso por caso, es cierto que los franceses tienen opiniones diferentes, pero lo que siempre aprueban es el rechazo, la oposición; en definitiva, el no. Se identifican con todas las impaciencias, con todas las actitudes y, finalmente, con todas las rebeliones. ¿Y contra qué? Contra todo aquello que representa el orden, el sistema, el establishment, la autoridad. Y, desde luego, no es la conducta escandalosa de los grandes empresarios que se retiran de empresas en apuros con unas indemnizaciones extravagantes lo que puede conducir a un arranque de civismo. Esta Francia que dice no*, ¿no les recuerda a algo? En mayo de 1968 lo teníamos todo y rechazábamos todo. Había padres que, culpabilizados por encarnar la más mínima parcela de autoridad, necesitaban disculparse ante sus hijos. El padre de la nación estaba ahí desde hacía demasiado tiempo, los gaullistas y comunistas eran demasiado fuertes, y el orden establecido, demasiado aburrido. Esto demuestra claramente lo que puede lograr un rechazo global, incluso cuando pertenece al orden gratuito de lo simbólico. Pero si, además, como ocurre actualmente, se pueden dar razones concretas, precisas y cotidianas para este rechazo, entonces tiene que ocurrir algo misterioso. En mayo de 1968, la utopía libertaria e izquierdista alimentó la espontaneidad creadora de los movimientos estudiantiles. Hoy, esta misma utopía, recuperada bajo una forma distinta, proporciona unos ropajes nuevos a un rechazo de la política que antes caracterizaba al populismo.
Pero, de todos modos, 1968 tuvo lugar 21 años antes de la caída del muro de Berlín. ¡Y hoy han pasado 16 años desde la implosión de las fuerzas anticapitalistas! Dieciséis años desde que nos resignamos a la economía de mercado y celebramos el reformismo, tan estúpidamente criticado por Mitterrand y Fabius. Dieciséis años desde que los "gradualistas" vencieron a los partidarios de las estrategias de ruptura y de refugio en el radicalismo. Pero todo transcurre como si el muro de Berlín no hubiese caído. Y, sobre todo, como si la globalización de la economía no hubiese privado a Francia de los medios para luchar en solitario en las nuevas relaciones de fuerza. El lenguaje de algunos altermundialistas de extrema izquierda me rejuvenece. Todas las expresiones que escucho me recuerdan a otras que creía que habían desaparecido. Me parece que en ocasiones tengo alucinaciones auditivas: una sensación de "ya oído", igual que existe lo "ya visto". "Las fuerzas ciegas del capital internacional no podrán aplastar eternamente las solidaridades de los pueblos en marcha". Se habla del futuro como se hacíaen tiempos de mi pasado. ¡Y yo que creía que el pasado ya no tenía futuro (título de un ensayo aún sin escribir)! Y yo que creía que la caída del muro de Berlín lo había cambiado todo. Ahora debemos componérnoslas de nuevo con el viejo utopismo. ¡Menudo retorno!
Deseo la victoria del sí. Mis lectores lo saben. Lo anterior demuestra que no estoy ni sordo ni ciego ante las razones del descontento generalizado. Pero me reconocerán que la votación del próximo domingo 29 de mayo sobre la Constitución no tiene nada que ver con nuestra voluntad de cambiar la sociedad. Quisiera citarles ya para analizar, organizar y movilizar este descontento con vistas a las elecciones de 2007. Deseo que todas las fuerzas que hoy creen dar un sentido nacional y popular a su no comprendan que el enderezamiento de la sociedad francesa y de su identidad depende en gran parte de la constitución de una Europa-potencia frente a todas las fortalezas económicas en los nuevos imperios. Deseo con todas mis fuerzas una toma de conciencia.
Jean Daniel es director del semanario Le Nouvel Observateur. * Mefistófeles en el Fausto de Goethe: "Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo lo que existe merece ser aniquilado. Por eso sería mejor que nada surgiera. Así, pues, todo aquello que denominan pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento". Traducción de News Clips.
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