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De Ruanda a Darfur: ¿viaje a ninguna parte?

En los noventa, tras la intervención de la OTAN en Kósovo, el humanitarismo se convirtió en una razón para justificar la intervención militar. Las intervenciones armadas en Somalia, Haití, Sierra Leona, Bosnia, Timor Oriental, Afganistán o incluso Irak fueron en mayor o menor grado justificadas por razones humanitarias. Sin embargo, de este listado escapan, entre otros, los genocidios de Ruanda y Darfur, en los que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas decidió no intervenir. En Darfur, por ejemplo, ya es tarde para la prevención, tampoco se produjo en su momento la necesaria intervención, y ahora sólo queda que los responsables del genocidio sean juzgados por los crímenes cometidos.

El Instituto danés de Derecho Internacional define la intervención humanitaria como la acción coercitiva de los Estados que implica el uso de la fuerza armada en otro Estado sin el consentimiento de su Gobierno, con o sin la autorización del Consejo de Seguridad, con el objetivo de prevenir o poner fin a una masiva violación de derechos humanos o del derecho internacional humanitario. La decisión de intervenir con el objeto de garantizar protección humana es controvertida y difícil de resolver en la práctica. Es un hecho en todo caso que, sin haber resuelto totalmente el problema, la comunidad internacional ha adoptado un tratamiento desigual ante situaciones que aparentemente demandaban respuestas similares en la defensa de valores o principios universales. En demasiadas ocasiones, sin embargo, se constata que han sido los intereses los que han predominado a la hora de inclinar la decisión en un sentido u otro.

Por lo que respecta a la Carta de las Naciones Unidas, no se prevé el uso de la fuerza armada para este tipo de situaciones; sin embargo, se aceptan como válidos una serie de criterios cuya concurrencia legitimaría la intervención humanitaria. Entre estas condiciones se encuentran el que el gobierno del país que sufre abusos serios acepte la intervención militar; aunque también se ha ido abriendo paso la opción de intervenir sin dicho consentimiento en casos graves, como última opción, siempre que la causa sea prioritariamente humanitaria, además de respetuosa con los derechos humanos y con el derecho internacional humanitario. Además, la intervención ha de causar más beneficio que perjuicio a la población y debe ser autorizada por el Consejo de Seguridad. Se ha roto así el tradicional tabú que impedía la injerencia en los asuntos internos de los Estados.

Tras el 11-S, la lucha contra el terrorismo internacional ha traído consigo el impulso humanitario para justificar intervenciones como las de Afganistán, de dudosa legalidad a pesar de haber sido autorizada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, o la más reciente en Irak, ilegal, ilegítima e injusta. Por el contrario, como ya se ha señalado, ni en Darfur, ni antes en Ruanda se consideró adecuado intervenir a pesar del evidente genocidio en marcha en ambos casos.

A partir de estas consideraciones se plantea un doble debate; por una parte, el respeto a la integridad territorial e independencia política de los Estados y la universalidad de los derechos humanos, que permitiría proteger por encima de la frontera del Estado-nación. Por otra, la arbitrariedad del Consejo de Seguridad en su condición de única entidad competente para autorizar el uso de la fuerza, lo que no está exento de controversia, especialmente cuando se trata de una causa humanitaria. Algunos autores afirman que, en general, no cabe hablar realmente de humanitarismo, sino de imperialismo y de defensa del interés nacional. Quien autoriza la intervención humanitaria es el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y el uso arbitrario del derecho a veto por parte de alguno de los cinco miembros permanentes del Consejo, que deciden en función de sus intereses, dificultan la respuesta adecuada y firme en situaciones graves de violación de los derechos humanos.

Las 800.000 víctimas del genocidio de Ruanda lo fueron a manos de los radicales hutus, pero también derivados de la irresponsabilidad de la comunidad internacional, con el silencio del Consejo de Seguridad, sobre todo por la negativa estadounidense a intervenir en un país en el que no tenían interés alguno. El caso de Darfur es similar desde sus comienzos a finales de 2003, con la violencia sistemática contra civiles por parte de las fuerzas gubernamentales sudanesas y milicias respaldadas por el gobierno. Se trata sin duda de un crimen contra la humanidad, que ha producido ya hasta hoy un total de 400.000 muertos y 1,6 millones de desplazados. Las Naciones Unidas han condenado los hechos pero no han intervenido, a pesar de que cumpliendo las condiciones anteriores se hubiese podido articular una intervención para proteger a la población, disolver y desarmar a las milicias. En su lugar, se han enviado unas escasas fuerzas de la Unión Africana, poco expertas además en este tipo de acciones. Todo ello a pesar de que ya en su momento el panel de alto nivel de Naciones Unidas sobre amenazas globales, como resultado de las lecciones aprendidas tras Ruanda, recomendó que no se ejerciese el derecho de veto en caso de violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos. Darfur vuelve a mostrar, una vez más, que no hay voluntad política más allá de la defensa de los intereses de cada Estado: China vetó, en defensa de sus intereses petrolíferos en la zona, y Rusia lo hizo para mantener la venta de armas a Jartún.

Por otra parte, tratando en cierta medida de reaccionar ante las críticas por su pasividad, el Consejo de Seguridad creó una Comisión de Investigación para Darfur, cuyo resultado se dio a conocer a finales de enero de 2005. Con los datos que ha recopilado la Comisión es posible juzgar a los autores de los crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional (cabe recordar que únicamente a instancia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se puede presentar esta causa ante la Corte). Francia, por su parte, ha presentado recientemente una moción para que la CPI aborde esta cuestión, lo que obliga al Consejo de Seguridad a pronunciarse inmediatamente al respecto.

Se esperaba con expectación la decisión que tomaría Estados Unidos, que ha sido defensor tradicional de la implicación directa en la resolución de la crisis, aunque sin denominarla genocidio ni actuar en consecuencia, cuando es al mismo tiempo el mayor detractor de la Corte Penal Internacional, que ha tratado de boicotear desde su creación. Finalmente, en la mañana del pasado viernes, la Casa Blanca optó por una decisión intermedia, abstenerse en la votación para no bloquearla, manteniendo su rechazo a la legitimidad del alto tribunal. Se trata de un paso fundamental que refuerza la credibilidad del Consejo de Seguridad y de la Corte Penal Internacional tras tantos ataques a la legalidad internacional en los últimos tiempos. Esperemos que este caso sobre flagrante violación de derechos humanos, que es el primero que remite la ONU a la Corte, no sea el último.

María José Salvador es investigadora del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH) de Madrid y Cátedra UNESCO de filosofía para la paz en la Universitat Jaume I.

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