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¿El mundo es plano?

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. Ésas eran las memorables palabras de Charles Dickens al comienzo de Historia de dos ciudades. Algunos expertos creían que el vaso se estaba desbordando, otros temían que se estuviera vaciando rápidamente. La sociedad y la política globales, o bien estaban progresando de la forma más favorable o bien se les avecinaban dificultades. Los lectores de la época de Dickens tenían que elegir, al igual que tienen que hacer hoy en día. No es de extrañar que tantos estudiosos de las columnas de opinión se quejen de las variadas interpretaciones de las tendencias globales.

Hace poco pensaba en este rompecabezas mientras leía detenidamente el último libro de Thomas Friedman, The World is Flat: a Brief History of the 21st Century. Es una obra convincente, escrita por alguien que probablemente sea el corresponsal de prensa más conocido desde el legendario Walter Lippmann. Friedman es el gran corresponsal de asuntos exteriores de The New York Times, y ha ganado el Premio Pulitzer de periodismo en tres ocasiones. El propietario de The New York Times le ha dado a Friedman carta blanca para viajar por todo el mundo, visitar lo que le apetezca, entrevistar a quien pueda (la mayoría de los líderes políticos y empresariales le reciben de inmediato), y luego redactar sus sucintos y anecdóticos artículos de opinión. Es extremadamente eficaz a la hora de describir una entrevista con un nuevo presidente de una empresa de software en la India, o con el director de un centro de investigación de Maryland especializado en redes de información global. Y le fascina la conexión interna de nuestro mundo gracias a la tecnología electrónica aplicada a la informática. Por eso cree que el mundo se está volviendo cada vez más plano; es decir, que las sociedades, las naciones y las clases se están volviendo más iguales, más intercambiables y más prósperas. Procuro no citar la nota publicitaria de la sobrecubierta de un libro, pero hay una frase en la edición que he estado leyendo (Allen Lane: The Penguin Press, Londres 2005) que debe repetirse: "El inicio del siglo XXI será recordado, asegura Friedman, no por conflictos militares o acontecimientos políticos, sino por toda una nueva era de globalización, un 'aplanamiento' del mundo". Todos pareceremos Silicon Valley, o Bangalore, plagados de ingenieros informáticos.

De verdad espero que mi amigo Friedman tenga razón en su optimismo. Dice mucho en su favor que reconozca que pronto los ingenieros informáticos de Sheffield y Pittsburgh podrían verse perjudicados por sus homólogos en Malaisia y Mysore. Pero por el momento yo, como dijo una vez George Bernard Shaw, echo mano de la cartera por si me quieren jugar una mala pasada. Es fácil quedar muy impresionado por una visita a las instalaciones de software y hardware en auge del sur de la India y las provincias costeras de China. ¿Quién no iba a estarlo? Esas vastas regiones, cada una con más de 1.000 millones de habitantes, se están expandiendo a una velocidad extraordinaria. Es probable que los historiadores comparen esta explosión económica con el ascenso de Amsterdam en el siglo XVII, el gran progreso de la industria alemana antes de 1914 y la transformación de la economía rusa en los años treinta. Y ahí, naturalmente, reside el problema. Con nuestras transformaciones económicas globales, llegan, no un "aplanamiento", sino turbulencias, preocupaciones, el miedo de perder terreno frente a otras naciones, las ambiciones de ganar terreno. Además de las transformaciones económicas y comerciales, que estudiantes de la economía política como Lenin consideraban una especie de ley del crecimiento económico desigual, están los antagonismos residuales, intensos y no económicos. Porque en este globalizado planeta nuestro existe un vertiginoso caldo de enfados y desconfianzas.

En mi opinión, ahora mismo vivimos en un mundo realmente turbulento. La ciénaga de Irak y Afganistán no mejora; desearíamos que mejoraran, y que las tropas estadounidenses pudieran regresar a casa (para ser desplegadas en otro lugar). Dios sabe dónde estarán Arabia Saudí, Egipto, Indonesia o Pakistán dentro de cinco años, pero guarden su dinero en francos suizos. La Rusia de Putin se está acercando al límite. Como afirmaba un titular del International Herald Tribune el 8 de abril, el crecimiento de las fuerzas armadas chinas comienza "a preocupar al Ejército de EE UU", lo cual supone, si es cierto, una ratificación de una realidad desagradable que podría haberse reconocido hace 15 años. Otro informe de la prensa internacional dice que China tendrá derecho a bases navales en Pakistán. Ahora, nos enteramos de las manifestaciones masivas en Shanghai y en otros lugares contra Japón, que sin duda habrían sido reprimidas si la República Popular China no hubiera querido que se produjeran, y las respuestas cada vez más airadas de Japón a esas acciones. Con toda probabilidad, esto embarrará el trabajo colectivo de las grandes potencias en torno a la intolerable postura de Corea del Norte y su incumplimiento de las leyes internacionales. Mientras tanto, el Gobierno sudanés tolerará alegremente la continuación de las masacres de cristianos y habitantes animistas de Darfur, protegido por la desidia de los poderes de veto chino, ruso y francés en el Consejo de Seguridad para acordar una intervención, y por la antipatía de la Casa Blanca hacia la Corte Penal Internacional. Y el sida avanza en África y Asia, día a día. Todo es muy triste.

El mundo no es "plano". Ni tampoco está totalmente descoyuntado. Es una vertiginosa mezcla de noticias positivas y negativas. Algunos países del mundo están consiguiendo verdaderos avances, pero otros se deslizan por la pendiente de la desintegración civil, la anarquía y el desastre. Los lectores que no hayan estado en Irlanda, Portugal o Costa Rica en 30 años se quedarían boquiabiertos con su progreso. Quienes recuerden el Zimbabue, el Sudán o la Birmania de hace tres décadas, quedarán consternados ante su regresión. Pero siempre ha sido así. Los dos grandes tratados de la Europa anterior a la I Guerra Mundial fueron el libro del general Bernhardi Germany and the Next War, que predecía la inevitable lucha futura entre las grandes potencias, y The War of Illusions, de Norman Angell, en el que pronosticaba que, debido a que el mundo estaba tan interconectado económicamente, no podía permitirse ir a la guerra. El mejor de los tiempos, el peor de los tiempos. Lamentablemente, ambos convivían, como ocurre en la actualidad. Realmente es un mundo extraño. Uno coge el periódico y lee, especialmente en las secciones de negocios, sobre esta o aquella adquisición empresarial. Uno va a las noticias internacionales y parece haber problemas por todas partes. Sin duda, ambas imágenes son exageradas. Hay lugar para grandes esperanzas, y motivos para la aprensión. Pero, ahora mismo, no creo que el mundo sea plano, y ni siquiera que se esté aplanando. Sigue siendo bastante desigual.

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