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Reportaje:

El motor de China

Liberada de ataduras comunistas por las autoridades a principios de los noventa, se ha convertido en la más cosmopolita de las ciudades chinas. Un volcán de energía y dinero. Un caos de crecimiento urbano y desigualdades.

El 23 de julio de 1921, trece ciudadanos chinos y dos representantes de la Internacional Comunista, éstos sin derecho a voto, se reunieron en el más absoluto secreto en el entonces número 106 de la calle Wantze, en Shanghai, para celebrar el primer congreso del Partido Comunista Chino (PCCh). Entre los asistentes al cónclave, organizado en una pequeña habitación de una casa situada en la concesión francesa, se encontraba un joven de 27 años llamado Mao Zedong, que 28 años después fundaría la República Popular China tras derrotar en la guerra civil a los nacionalistas de Chiang Kai-chek.

La reunión llevaba varios días en marcha cuando, el 30 de julio, la policía de la demarcación francesa efectuó una búsqueda en el barrio en un intento de localizar dónde tenía lugar el conciliábulo. El congreso tuvo que ser suspendido, y sus miembros se trasladaron a la vecina provincia de Zhejiang, donde concluyeron los últimos días de la asamblea a bordo de un barco de recreo, en un lago. Había nacido el Partido Comunista Chino.

En aquel primer congreso del PCCh de los 16 que se han celebrado hasta ahora -el último fue en noviembre de 2002- se adoptó un programa que, entre otros puntos, dictaba que "el partido debe poner fin a la propiedad capitalista" y "el ejército revolucionario debe, en unión con el proletariado, derrocar el poder estatal de la burguesía, y apoyar a la clase trabajadora hasta que desaparezcan las diferencias de clases".

Shanghai. 84 años después. Sábado. Siete y media de la tarde, a poca distancia de la casa museo donde se fundó el mismo Partido Comunista Chino que sigue rigiendo el país. El taxi no ha acabado de detenerse cuando una mujer se arroja contra la puerta con una escudilla en la mano: "Money, money, tengo hambre, money, money". Los coches paran uno tras otro junto a la entrada de Xintiandi, mientras los mendigos intentan arrancar algunas monedas a los paseantes, que, vestidos al último grito, se dirigen a este barrio de casas de ladrillo, repleto de bares, restaurantes y tiendas de moda. Xintiandi -un proyecto desarrollado por una compañía de Hong Kong en medio del mar de rascacielos en que se ha convertido Shanghai en los últimos 15 años- combina la arquitectura tradicional shanghainesa con la decoración moderna, y es un símbolo de la acelerada transformación sufrida por la más cosmopolita de las ciudades chinas desde que las autoridades decidieron liberarla a principios de los noventa de la camisa de fuerza que le aplicaron tras la fundación de la República Popular.

Xintiandi, que significa "nuevo cielo y tierra", es el barrio en boga. Entre las paredes de sus edificios de aire colonial brillan los neones, flota el olor del café, suena la música de jazz y se degustan el vino, la cocina y la pastelería europeos. En sus terrazas, los yuppies locales, los expatriados de las miles de empresas instaladas en Shanghai y los turistas se deleitan mirando y dejándose mirar, como en un Londres o un París cualquiera, en medio de una frivolidad pudiente. Lu Shuizhen, directora de la casa donde se celebró el primer congreso del PCCh, responde evasiva cuando se le pregunta por el tremendo contraste. "Este museo es un lugar para la educación patriótica, y para reforzar la fe en el comunismo", asegura en una habitación de paredes de madera oscura. "En China, ha habido muchos cambios, pero este sitio es un símbolo de nuestro pasado".

En el interior, los estudiantes se detienen con curiosidad ante la mesa, con tazas de té, en la que se gestó la reunión histórica, o ante el grupo de 15 figuras instaladas en una sala anexa, entre las que el joven Mao -el único de pie- ocupa un papel protagonista. "Es importante conocer la historia. Luego puedes unirte al partido, lo que es una ventaja para el futuro", afirma Wang Kai, un universitario de 22 años.

Ni en la peor de las pesadillas, o el mejor de los sueños, podía imaginar Mao que la vivienda que acogió aquella cita del partido estaría hoy pared con pared con una de las zonas de mayor influencia occidental y sabor capitalista que se pueden encontrar en esta ciudad que durante décadas soñó con expulsar a las fuerzas coloniales que dominaron su economía. Ni que Shanghai, una de las cuatro municipalidades chinas con nivel de provincia, recibiría de nuevo -ahora con los brazos abiertos- a los diablos extranjeros, en su carrera frenética por convertirse en la capital económica, financiera y cultural de Asia.

Pero Shanghai es hoy así. Un cóctel del lujo más extremo y de la miseria más anónima; "una mezcla de lo mejor y lo peor", como dice un empresario europeo; un territorio de diferencias inimaginables, abierto a la influencia occidental, que embruja y seduce con su velocidad vertiginosa. Es una nueva tierra de oportunidades, el becerro de oro de una China que, bajo el pragmatismo de Deng Xiaoping, abandonó la ortodoxia comunista para sumergirse en la llamada economía de mercado con características chinas.

"Los dirigentes de Shanghai quieren hacer en 25 años lo que los británicos tardaron 100 en Hong Kong. La población crece a razón de 600.000 personas al año [en la actualidad ronda los 20 millones]", explica Alejandro Alvar González, cónsul de España en Shanghai. "Es una ciudad donde existe una enorme exuberancia de creación, donde los estudiantes tienen una gran curiosidad, y todos quieren montar su propio negocio". La economía de Shanghai ha crecido por encima del 10% anual, sin interrupción, durante los últimos 13 años. En 2004, el PIB subió un 13,6%, hasta 90.000 millones de dólares, y la inversión directa extranjera lo hizo un 12,6%, hasta 11.700 millones de dólares. Desde 2003, el 60% de la inversión ha tenido lugar en el sector servicios, una actividad que el Gobierno pretende potenciar para, entre otras razones, limitar la competencia con el resto de la región del delta del río Changjiang, que, con una población de 135 millones de personas, aporta el 22% del PIB nacional.

Hasta que los ingleses abrieron la primera concesión en 1842, después de la primera guerra del opio, Shanghai -cuyo nombre está compuesto por los caracteres arriba (shang) y mar (hai)- era poco más que un pequeño pueblo pescador y textil. El tratado de Nanjing, que puso fin al conflicto, obligó a la apertura de varios puertos marítimos al comercio internacional, entre ellos el de Shanghai. Después siguieron otros tratados desiguales, que concluyeron en la creación de asentamientos internacionales, dotados de extraterritorialidad.

Si a mediados del siglo XVIII, la ciudad tenía 50.000 habitantes, en 1900 acogía a un millón de almas. En los años treinta vivían aquí 60.000 extranjeros, su puerto era el más internacional de Asia, y sus edificios, los más altos. Los vehículos a motor que circulaban por sus calles superaban a los del resto del país juntos. Compañías financieras y de comercio punteras de todo el mundo operaban en sus edificios, diseñados por arquitectos de renombre internacional. Soldados británicos, franceses, estadounidenses y japoneses velaban por la seguridad. Shanghai vivió entonces sus años dorados para "los imperialistas extranjeros", mientras muchos chinos eran explotados. La Perla de Oriente, El París de Oriente, pero también La Puta de Oriente se convirtieron en sinónimos de esta urbe en ebullición, en la que proliferaron los fumaderos de opio, las casas de juego y los burdeles, controlados por mafias. Durante la II Guerra Mundial se convirtió en centro de refugiados procedentes de Europa. Tras la llegada al poder de los comunistas, en 1949, la mayoría de las compañías extranjeras y muchas familias de empresarios chinos huyeron a Hong Kong. El pasado humillante de Shanghai había quedado atrás para siempre.

Tras 1949, el crecimiento de la ciudad se ralentizó; pero incluso durante los años tumultuosos de la Revolución Cultural (1966-1976) fue capaz de mantener una fuerte actividad económica. En la década de 1980, entre el 70% y el 80% de los ingresos fiscales que obtenía China procedían de Shanghai, lo que pasó factura a su desarrollo. Pekín no permitió que iniciara sus reformas económicas, reduciéndole los impuestos, hasta 1991, una década más tarde que las provincias del sur, como Guangdong. Las autoridades municipales han intentado desde entonces erradicar el legado económico y psicológico de su pasado a través de un desarrollo físico y social que, en su esfuerzo por liderar la modernización china, ha dejado poco en pie de lo que fue el viejo Shanghai. "No consideramos ningún honor que fuera llamada El París de Oriente, porque entonces Shanghai formaba parte de un país semicolonizado", afirma Zhou Hanmin, subdirector de la Oficina de Coordinación de la Expo Shanghai 2010. "En aquellos tiempos era un paraíso para aventureros, para enriquecerse. Pero nuestro pueblo vivía como un país invadido. Hoy vamos a convertir Shanghai en una metrópoli internacional con apoyo de todo el mundo. Pero la participación extranjera no es ahora una invasión, sino cooperación".

La realidad en la calle, en los negocios y en las obras que salpican la ciudad -en cuyo horizonte brillan los rascacielos del diseño más heterogéneo- habla mucho de aventureros. O al menos de emprendedores y emigrantes que se han visto atraídos por la vorágine shanghainesa y sus oportunidades. Como Pedro Pablo Arroyo y Ma Weidong, creadores de CA, un estudio de arquitectura, diseño y publicación de revistas que se instaló el año pasado en unos antiguos almacenes industriales en la ribera de Suzhou Creek, un río que antaño fue el corazón fabril de Shanghai. En sus viejas naves han proliferado galerías de arte, empresas de diseño, bares y salas de espectáculos. "Shanghai es un volcán. Aquí hay muchas oportunidades y un enorme deseo de hacer cosas, la gente transmite energía", asegura Arroyo, arquitecto madrileño de 35 años que llegó a esta ciudad tras haber vivido un lustro en Japón. "En Shanghai puedes hacer realidad tus sueños como hace 70 años. Por eso decidimos abrir el estudio", dice Ma.

"La gente vive mucho mejor que hace 10 años, cuando yo me fui a Japón, pero el desarrollo urbanístico ha sido una locura", se queja este arquitecto chino de 37 años. Tras cenar, a las diez y media de la noche, los dos socios regresan al acogedor estudio de techos altísimos, suelo de madera y amplios ventanales. "Aquí tienes que trabajar mucho más y cuatro veces más rápido que en Europa", explica Arroyo. Sobre una mesa, reposa la maqueta de un puente.

El ritmo trepidante de la capital financiera y económica china ha afectado a las pautas sociales de sus habitantes.

El número de divorcios se ha disparado después de que la alcaldía eliminara, en octubre de 2003, el requisito que exigía a las parejas que querían separarse sendos certificados de su lugar de trabajo y de la comunidad de vecinos. Shanghai es la ciudad con mayor índice de rupturas matrimoniales de China. Los niños de la ciudad más rica del país también sufren problemas. Casi el 25% de los chavales de secundaria de Shanghai ha considerado suicidarse, y el 5,85% lo ha intentado de hecho. La causa principal, según las conclusiones de un estudio realizado por la Universidad Fudan, son los padres, que esperan demasiado de sus hijos en una sociedad cada vez más competitiva. El estrés, la contaminación y el estilo de vida sedentario han pasado factura a los hombres. El 20% de los que tienen menos de 40 años sufre síntomas de envejecimiento prematuro, incluidas fatiga, irritabilidad y disfunciones sexuales, el doble que en los años ochenta.

Quizá ninguna ciudad del mundo tenga un aire tan futurista como Shanghai. Con sus autopistas elevadas, de hasta cinco niveles, cruzando el centro. Con sus rascacielos de cristal y acero, coronados por las formas más extrañas, incluido algo parecido a un platillo volante. Con sus centros comerciales de lujo, como Plaza 66, donde los millonarios de su sociedad epicúrea se deleitan con las creaciones de Hermés o Christian Dior.

Pero el máximo exponente del desarrollo de esta gigantesca metrópoli estalla en el Bund, el paseo junto al río Huangpu, símbolo de la historia de la ciudad. Lo integran edificios monumentales, estilo neoclásico neoyorquino años treinta. Como la sede del Pudong Development Bank, un inmueble de columnas de mármol, suelo de mosaico y frescos con el cono de la abundancia. O como el Peace Hotel, donde cada noche una banda de viejos músicos de jazz trae la nostalgia del tiempo perdido. En ellos vibraba el comercio. En ellos se hicieron y deshicieron fortunas. La terraza restaurante del edificio del viejo Mercantile Bank of India, London & China, construido entre 1916 y 1918 por Palmer & Turner Architects, situado en el número 3 del Bund, permite observar cómo el río Huangpu une el pasado con el futuro. Ondea la bandera roja china. Se oye la campana de un viejo edificio colonial dar la hora. Y las sirenas de las barcazas resuenan, mientras se deslizan sobre las aguas color chocolate.

Al otro lado del río destellan los edificios de Pudong, un distrito que hace 15 años era sólo una sucesión de campos de cultivo. Ahora alberga el corazón financiero de la urbe y es sede de decenas de multinacionales. La torre de televisión La Perla de Oriente, que recuerda a una gigantesca jeringuilla apuntando al cielo, o el rascacielos Jinmao, el más alto de China, con 420 metros de altura, protagonizan el perfil de un barrio moderno, ambicioso y de amplias avenidas. Pero frío y gris, que se queda desierto al concluir la jornada laboral. En el tercer piso del número 3 del Bund, el restaurante sereno y exquisito del pope de la cocina francesa Jean Georges ofrece su exclusividad a locales y visitantes en busca de refinamiento. En los bajos, una tienda vende una botella de grand vin Petrus Pomerol, de 1988, a 20.520 yuanes (1.900 euros).

El Bund es el paseo por excelencia de Shanghai. Si en las primeras horas de la mañana es lugar elegido para la práctica del taichi, el resto del día se transforma en un gran mirador en el que nacionales y extranjeros contemplan el futuro de China. Al caer la tarde, una pareja de recién casados, de blanco, se fotografía ante el perfil galáctico de Pudong. A su lado, los vendedores ofrecen mazorcas de maíz hervidas.

La construcción del milagro shanghainés ha sido posible gracias al trabajo de millones de emigrantes que acuden en busca de una vida mejor. "Shanghai es una gran ciudad, tiene grandes rascacielos y es fácil ganar dinero", dice Zhou Guifu, de 48 años, originario de la cercana provincia de Jiangsu. Zhou y un compañero caminan entre la muchedumbre con aire despistado, el casco sobre la cabeza y las herramientas colgando del hombro. Aseguran que ganan unos 1.100 yuanes (110 euros) al mes, pero que sólo reciben 400, ya que el resto les es pagado al finalizar el año. "Si dejamos el trabajo entretanto, nos quitan el 30%". A pesar de ello, se muestran satisfechos, "porque aquí pagan a tiempo".

En el piso 54 de la torre Jin Mao se encuentra la recepción del Grand Hyatt, uno de los hoteles más caros de la ciudad. El establecimiento, de cinco estrellas, ocupa hasta la planta 87, donde está el bar. La vista desde esa altura es extraordinaria. Un océano de rascacielos se extiende hasta el horizonte brumoso, mientras los barcos flotan sobre la cinta del Huangpu. Enfrente, los viejos edificios del Bund centellean como un elegante decorado. El Hyatt no es sólo un buen observatorio para contemplar desde el cielo los cambios que ha experimentado la ciudad, también proporciona un puesto privilegiado para pulsar cómo ha evolucionado la sociedad china y han surgido los nuevos ricos. "Antes, cuando pedían agua y el camarero les contestaba: '¿Con gas o sin gas?', algunos clientes no comprendían lo que les querían decir, y se creaba una situación muy embarazosa", explica Peter Hildebrand, director de mercadotecnia del hotel. "También teníamos problemas con el comportamiento de algunos clientes. Pero esto ha cambiado", dice este australiano, que trabaja en el Hyatt desde hace cinco años. "A la gente le atrae aquí lo nuevo. Mientras a Pekín le gusta hacer las cosas por sí mismo, Shanghai deja a otros, si piensa que lo pueden hacer mejor, y aprende de ellos".

Entre esta profusión de modernidad continúan existiendo islotes de historia, casas de fachadas de madera o ladrillo, la mayoría de los años veinte, condenadas a la desaparición. Calles donde la ropa cuelga de los balcones, donde los vecinos cocinan en hornillos en las aceras, y donde se ofrecen pollos desplumados vivos. Mercadillos donde se venden antigüedades no tan antiguas, y mercados donde los chinos cultivan su amor por los animales. Como el de Wan Shang, en el que los vecinos escuchan el canto de los pájaros mientras beben té. En la pared hay colgada media docena de jaulas de bambú en las que silban los hua mei, especie de tordos, cuyo nombre significa cejas pintadas. "Se llaman así porque sus ojos se parecen a los de las mujeres", dice Nia, un hombre de 50 años. En el muro, una frase recuerda: "El canto de los pájaros y el sabor del té alargan la vida".

En una vivienda cercana, Gui Meimei, también de 50 años, asegura que "la gente en Shanghai vive ahora mejor y es feliz, porque ya no tiene que preocuparse de lo que cuesta la verdura". "Yo prefiero este tipo de casas tradicionales, donde tienes relaciones con los vecinos, que un edificio alto. Pero sabemos que antes o después nos expulsarán para convertirlas en zonas comerciales", añade una vecina, en pijama. Un hombre lava una lechuga en una de las pilas comunales en el callejón. Las viviendas, conocidas como shikumen, combinan el exterior occidental con el interior y el acabado chino.

Algunos residentes, sin embargo, se resisten a abandonar la casa de sus antepasados para dejar paso a las torres de lujo. En la esquina de las calles Henan y Fuxing, la vivienda de Qi, de 52 años, se mantiene en pie rodeada de cascotes y un esqueleto de vigas. "La indemnización que nos ofrecen es una miseria, no es suficiente para comprar una casa", dice. "De las 1.270 familias que había aquí, quedamos 28. Los promotores, que están aliados con algunos funcionarios corruptos, envían a gánsteres para cortar los cables de la electricidad y pegarnos. Y si avisas a la policía, no sirve de nada, está comprada. Shanghai ha destruido su cultura. Los nuevos edificios son como celdas de una prisión, con un número y nada más. Si derriban esta casa, habrán acabado con la historia de mi familia". A unos metros, una excavadora espera amenazante en el solar. Un anciano, que también se resiste a partir, se pasea entre la destrucción, como si estuviera sonámbulo.

El Shanghai de hoy también está recuperando su pasado desinhibido como consecuencia del proceso de apertura. Las drogas y el comercio del sexo circulan en clubes nocturnos, karaokes y locales de masajes. "Se consume hachís y, sobre todo, drogas de diseño. Y han surgido bastantes bares de homosexuales", confía un extranjero. Algo impensable hace unos años. En las afueras de la ciudad se puede adquirir cocaína. Y en la calle Nanjing -la más famosa de Shanghai por sus comercios-, chicas solas y en pareja ofrecen sus servicios a los caminantes. Sentados en el suelo, dos inmigrantes miran alucinados como si hubieran sufrido una descarga eléctrica de las luces de neón que inundan las fachadas.

Shanghai, espíritu de la nueva China de los capitalistas rojos, es una ciudad entregada al color del dinero, y abierta a todo mientras no suponga un peligro para la estabilidad y la continuidad del régimen. Por ello, la censura, aunque en menor medida que en Pekín, sigue estando muy presente. La vida cultural ha mejorado, pero aún está lejos de la de cualquier capital extranjera. "La ciudad ha construido muchas infraestructuras artísticas, ahora tiene que dotarlas de contenido", dice Alvar González. Shanghai -cuyas mujeres tienen fama de ser las más bellas de China y sus ciudadanos los más arrogantes- late al ritmo del progreso. Y, mientras mira al futuro, recupera con cada paso algo del protagonismo que tuvo en Asia en la primera mitad del siglo XX.

En su acelerado desarrollo, la antigua perla ha entregado su pasado, su alma teñida por la dominación colonial. Pero, a cambio, se ha reinventado a sí misma. "Shanghai está en una fase de transformación, y hay que darle tiempo a que repose y encuentre su estilo", asegura Arroyo, el arquitecto madrileño.

Pero ¿quién dice que esta ciudad, en la que cuesta ver una estatua de Mao, quiera reposar? "Durante mucho tiempo, aquí, la gente sólo pudo comer verdura. Hoy puede comprar carne y pescado, y sólo engulle esto. De momento, el sueño de cada shanghainés es conducir un coche y comprar un apartamento. Pero dentro de 10 años comprenderán. Y quizá entonces el Gobierno y la gente quieran volver a comer verdura", afirma Ma Weidong.

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