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Columna
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Tonterías

La invasión de spam (correo no deseado, generalmente publicitario) en los ordenadores de medio mundo crece. Ahora no sólo se ofrece Viagra, sexo a la carta, o medicinas a bajo precio, sino incluso ¡seguros de entierro! Todo ello en inglés, naturalmente. ¿Cuánta gente habrá ganándose la vida bombardeándonos incansablemente con lo que no nos importa? Imagino a un pobre tipo, en una oficina cutre de un lugar no menos fatal, cobrando dos duros por saturar las carísimas redes electrónicas con una basura que intenta atrapar los deseos insatisfechos de los internautas planetarios: una profesión estrella en la industria de la persuasión a gran escala. Imagino la cara de alegría del tipo cuando alguien, tras los millones de mensajes enviados, contrata un seguro de entierro. ¿Cobrarán comisión los que le dan a la tecla cuando la mosca queda presa en la enorme tela de araña?

Ese ejército de parásitos de la electrónica encuentra sin cesar nuevos métodos para alterar la dinámica paz del correo electrónico e Internet. Ahora, no sólo nos invaden, sino que envían insistentes mensajes conminatorios advirtiendo de que somos nosotros quienes infectamos a otra gente con spam y que eso se paga muy caro. Habráse visto: qué jeta la de esos tipos. Acusan a sus víctimas de ser los verdugos de los demás. Y anuncian, sin miramientos, la persecución implacable de su víctima transformada ahora en verdugo. ¡Es usted un incívico! nos machacan -no una, sino mil veces- estos fariseos contemporáneos.

A estas alturas de la película, ya sabíamos cómo se las gastan algunos. Así que quien dispone de su cortafuegos, su antivirus, sus contraseñas y demás abalorios que avalan la buena conducta internáutica, recibe esos mensajes apocalípticos como quien oye llover, con lo que se consigue el efecto contrario al pretendido por los fariseos: cada vez hacemos menos caso a esos mensajes incordiantes. Si algún día llegara algo de verdadero interés quizá iría directamente a la papelera.

La cosa no tendría la menor importancia si no mostrara otro tipo de consecuencias. Es la viejísima historia del que gritaba ¡que viene el lobo!: cuando el lobo aparecía de verdad devoraba todas las ovejas. Esto indica algo significativo: la pérdida de reflejos y la constatación de que esas avalanchas de basuras que nos rodean tal vez logran volvernos insensibles y, en definitiva, tontos de remate. Nada hay más contagioso que la tontería. Incluso cuando pretendemos rechazarla, la tontería se cuela en nuestra intimidad. He observado que es cada día más habitual que la gente se acostumbre a que le repitan las cosas varias veces para lograr hacerlas a tiempo, en tiempo. El vicio de la repetición es patente en esas mailing list que envían tres invitaciones personales para un mismo acto, cosa que a mí me sucede frecuentemente con el Ayuntamiento de Barcelona: la última vez para el acto de entrega a la medalla al Mérito Cultural a la editorial Quaderns Crema, hace pocos días.

Para protegernos de inconvenientes y evitar mayores males se han inventado las contraseñas. La cosa era llevadera cuando se trataba del banco, el número de la seguridad social, el DNI, el seguro del coche o la entrada en el ordenador. Ahora todo servicio -especialmente electrónico- requiere su contraseña, código personal, PIN o garabato de acceso. Los últimos de mi ya larga lista son el código para obtener mis datos en la Agencia Tributaria y el de usuario de Iberia. Esos códigos los adjudican máquinas que nos obligan a aprender el lenguaje de la contraseña, algo que suena francamente mal -por ejemplo: xoef0677itz- e imposible de recordar. Sin las contraseñas no somos nada, así que ellas ya configuran nuestra nueva agenda personal: ¿lograremos tener más contraseñas que amigos? Tal día se logrará el sueño de convertirnos en nuestros propios verdugos a base de tonterías.

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