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Columna
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Rajoy y Alperi

El cronista, como cualquier otro vecino atento a la cosa pública, asiste a un novedoso espectáculo, como de prestidigitación política: a Mariano Rajoy, tras el debate del estado de la nación, su escaño le cae muy grande; a Luis Díaz Alperi, tras el escándalo financiero de Mercalicante, el plan de Rabassa y el fallo del Tribunal de Justicia valenciano sobre el monte Benacantil, su sillón de la alcaldía le cae igualmente muy grande. ¿Será porque los populares, al margen de las apariencias, son intrínsecamente unidimensionales?, ¿o quizá porque esta alocada primavera ha espigado la sustancia vegetal de sus asientos, en tanto menguaban los cargos y las cargas que soportan? La verdad sea dicha, es que el cronista ya pasó las calenturas de la filosofía unidimensional y, por otra parte, no sufre alergias primaverales. De modo que su diagnóstico es que a Mariano Rajoy lo ha disminuido la infamia que lo posee, y esa posesión urge un exorcismo, para volverlo a su ser, y prevenir así más confusiones con Aznar, a menos de que lo sea, en verdad y bien disimulado, con máscara y coturno, que en este país lo mismo se cambia de chaqueta que de careta, según pinten los augurios demoscópicos. En cuanto al alcalde Alperi tampoco hay que privarlo del quiosco de pipas y añoranzas, que ha incorporado a sus sueños, como uno más de los zarpazos freudianos, allí, en las laderas del Benacantil, donde quiso construir un palacio de malaquita y congresos: de la fastuosa mansión a la humilde cabaña, lo han precedido muchos héroes de novela y más personajes de cuentos populares. Lo peor es que esos zarpazos freudianos están dejándonos la ciudad hecha unos zorros, y rebañando, sin medida ni pudor, los bolsillos del vecindario. Ahora, el vecindario y el cronista que es otro vecino, siguen apasionadamente las peripecias judiciales de los implicados en el desfalco de 6 millones de euros en la empresa semipública Mercalicante, por saber, de una vez, a quién le pegó la alborozada tentación de embolsárselos, por la jeta, y cuántos de tales caudales de los contribuyentes se van a recuperar, por fin, para las arcas del común de donde fueron birlados. El último episodio, por ahora, de este proceso lo ha protagonizado Juan Zaragoza, concejal y vicepresidente segundo de la referida empresa, y ha resultado entre patético y grotesco. Juan Zaragoza, siguiendo la estrategia de su jefe de filas, rechazó responder a las preguntas de los letrados de la acusación, de modo que se sometió solamente al interrogatorio de la juez y del ministerio fiscal. El querellado Zaragoza se esforzó en endilgar todas las culpas del agujero económico de la firma a los técnicos y expertos competentes en la materia, mientras alegaba su ignorancia, su falta de estudios y de experiencia en la gestión empresarial, en tanto en cuanto profesionalmente se ocupa en atender un puesto de pescado en el Mercado Central de Alicante. El edil debe, a estas alturas de la cuestión, perderse en su sillón municipal, después de tan reveladoras declaraciones, pero la ciudadanía que le paga una nómina muy considerable, está desazonada: Juan Zaragoza, en tales condiciones, se encuentra al frente de las competencias municipales de Comercio y Sanidad. Sálvese el que pueda.

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