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Columna
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Mauthausen

Una de los episodios más sobrecogedores de los testimonios sobre los campos de exterminio nazi que estos días están saliendo a la luz con motivo del 60 aniversario de la liberación, es el de esas madres judías que, aún sabiendo el destino que les esperaba a ellas y a sus hijos al día siguiente, continuaban lavando y tendiendo a secar los pañales de los niños como si el mundo no se fuese acabar para ellos al amanecer. No creo que exista un ejemplo más desesperado de la voluntad humana por afirmar su dignidad.

Una persona a la que se ha desnudado en público, a la que se obliga a revolcarse en sus propias miserias y a la que se le ha cortado el pelo al cero no es nadie. Se encoge por instinto como si quisiera volver a la posición fetal, su piel es tan liviana que cualquier rozamiento puede romperla, su desnudez lo aisla en una soledad absoluta y ni siquiera la cercanía de otras víctimas igualmente desnudas le puede transmitir sensación de abrigo o consuelo. "No éramos nada, no teníamos nombre", cuenta Francisco Ortiz, de 83 años, natural de Jaén, "sólo un número, el mío era el 4.245". Fue uno de los últimos prisioneros en salir de Mauthausen, pero todavía conserva el jersey de lana que una mujer polaca tejió para él con los radios de una bicicleta robada a los SS. Algunos españoles del campo también tejían en la clandestinidad de los barracones. La bandera republicana con la que el día 5 de mayo de 1945 dieron la bienvenida a las primeras tanquetas de los aliados que liberaron el campo llevaba bordada la inscripción "República española". Esa misma bandera es la que ondeó junto a la constitucional en la ceremonia presidida por Zapatero en el homenaje a los deportados españoles víctimas del nazismo. Pero el drama de los prisioneros españoles, a diferencia de los demás presos, era que ellos no tenía siquiera un país al que poder regresar. Hay tiempos difíciles en los que las personas decentes se quedan sin patria. Cuando el oficial nazi de Casablanca le pregunta por su nacionalidad a Humphrey Bogart, que es un americano romántico y escéptico que luchó con los Brigadas Internacionales en España, éste no tiene la menor duda en responder: "Borracho".

El lunes pasado fui con un grupo de alumnos a ver el documental Más allá de la alambrada de Pau Vergara y a pesar de ser todos ellos adolescentes curtidos en la escuela dura de los barrios perífericos, que se dejarían matar antes de manifestar una emoción, permanecieron conteniendo el aliento durante los 80 minutos que duró el largometraje. Testimonios como el de Ángeles Martínez o el de Sigfrid Mier -un niño judío que después de ver morir a sus padres en el campo, fue adoptado por un prisionero español futbolista del Atlético- les hizo entender mucho mejor que el libro de texto a qué olía de verdad aquel infierno. Les ayudó a comprender que la perversidad de los campos de exterminio de Hitler iba mucho más allá de la simple muerte física. Sesenta años después parecía que las imágenes de hombres y mujeres desnudos, ovillados por el miedo serían irrepetibles. Sin embargo hace poco hemos vuelto a ver prisioneros amontonados como en un matadero, hombres desnudos, vendas en los ojos... Hemos visto la fotografía de una soldado americana con el cigarrillo en la boca, tirando de una correa que está atada al cuello de un prisionero iraquí desnudo y encapuchado. Otra vez la desnudez de las víctimas, la oscuridad, gritos, golpes, ladridos... Los tiempos han cambiado pero la genealogía del horror es la misma.

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