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Las maravillas del progreso

Los historiadores discuten sobre los usos de la Historia. ¿Puede realmente conocerse el pasado? ¿Tiene relevancia para el presente? Muchos estudiamos historia porque pensamos que, aunque el pasado no pueda conocerse totalmente (tampoco puede conocerse totalmente el mundo físico, o las sociedades actuales), es susceptible de conocimiento bastante como para permitirnos entender mejor el presente y proporcionarnos normas de conducta racional. No todo el mundo piensa lo mismo. Henry Ford, el magnate automovilístico, hizo famosa su despectiva frase: History is bunk (La Historia es un camelo). No se distinguía Ford por su finura intelectual, aunque no cabe dudar de su talento como empresario. Es muy probable que a él la Historia no le sirviera para nada, aunque le hubiera interesado saber que su idea de montar automóviles en cadena tenía un antecedente en su compatriota Eli Whitney, que un siglo antes había tenido la idea de montar fusiles en serie. Quizá a Ford le molestara que la Historia le quitara parte de su plausible pretensión de originalidad. Es muy verosímil que Ford, sencillamente, no tuviera tiempo para estudiar Historia y que, por tanto, proclamara que el hacerlo era una pérdida de tiempo. Yo creo que eso les ocurre a muchos, que desprecian la Historia porque no la conocen; pero con la Historia pasa como con la Ley: que su ignorancia no excusa de su cumplimiento. Y así nos encontramos que muchos políticos/as y empresarios/as hacen bueno el aforismo de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.

Viene este exordio a que la historia del ferrocarril español está llena de errores graves que a la larga han costado al país grandes sacrificios, y que pese a ello parece que estamos dispuestos a seguir embelesados ante lo que nos parecen las maravillas del progreso y empecinados en seguir tirando el dinero en pos de un Eldorado tecnológico. El caso es que la historia del transporte español está llena de paradojas; hay que reconocer que la geografía no ayuda. La abundancia de montañas y la falta de ríos navegables han encarecido siempre el coste del transporte, que es uno de los factores esenciales en el desarrollo económico. Las malas condiciones fueron ya una rémora en el Antiguo Régimen; pareciera que la construcción de una red ferroviaria fuera la solución a buena parte de nuestros problemas. Eso pensaban nuestros políticos de mediados del siglo XIX; el ferrocarril era aún algo muy nuevo y casi revolucionario, inventado y probado con éxito en Inglaterra unos veinte años antes, y que se construía en los países desarrollados: Francia, Bélgica, Prusia, Baviera. Había que construirlo aquí y romper el cuello de botella que representaba el alto coste del transporte. Dicho y hecho: se facilitó la entrada de la banca y las compañías francesas (por eso el puente ferroviario sobre el Manzanares es el "Puente de los Franceses") y en diez años (1856-1866) se construyeron unos 10.000 kilómetros de vía, las tres cuartas partes de la red existente en 1900. Lo que siguió fue un desastre: las compañías suspendieron pagos, los bancos quebraron, y el descontento provocó la Revolución de 1868. La construcción ferroviaria se detuvo en el decenio siguiente y fue muy lenta a partir de entonces. Las compañías ferroviarias nunca levantaron cabeza, y fueron sobreviviendo penosamente a base de subvenciones (pese a que el ministro de Hacienda revolucionario, el gran Laureano Figuerola, afirmó en 1869 que "la resolución definitiva de la cuestión de ferrocarriles no consiste en dar nuevas subvenciones, ni deben ser los contribuyentes los responsables de los errores de apreciación de las empresas") hasta que fueron nacionalizadas, con gran alborozo por su parte, tras la Guerra Civil, con la creación de Renfe.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué no eran rentables unos ferrocarriles que parecían tan necesarios social y económicamente? Ocurría que se había planeado muy mal y que no se había estimado la demanda real. España no sólo tiene malas condiciones físicas para el transporte, sino también demográficas. Su densidad de población es relativamente baja, con núcleos urbanos muy distantes. Si a esto añadimos el atraso económico, resultaba que los trenes hacían largos trayectos casi vacíos; no se cubrían los costes variables y mucho menos se pagaba la infraestructura. ¿Qué hubiera debido hacerse? Estudiar cuidadosamente qué trayectos podían ser rentables y construir sólo allí. La red hubiera crecido más lentamente, pero a la larga se hubiera construido mejor y no se hubiera cargado a un Estado ya deficitario con la costosa Deuda de Ferrocarriles. Gran parte del dinero que se invirtió en el tren hubiera estado mejor invertido en otras cosas, como escuelas y hospitales.

Lo malo es que en el siglo XXI parecemos dispuestos a cometer los mismos errores que nuestros antepasados en el XIX. El AVE es el último grito: lo tienen los franceses, los alemanes, los japoneses. Nosotros también lo tenemos que tener. Y lo vamos a tener. Ya están construidos los trayectos Madrid-Sevilla y Madrid-Lérida, y pronto estará la continuación hasta Barcelona. Se proyecta también empalmar con la frontera francesa por el norte, hacer otro ramal a Valencia, y todo alcalde que se precie exige que el AVE pase por su ciudad. Deseosa de complacer a los electores, la ministra de Fomento ha dicho que va a haber AVE para todos: el plan es que prácticamente nadie viva a más de 50 kilómetros de una estación del tren maravilloso (EL PAÍS, 20 marzo de 2005). Ahora bien: nadie parece haber calculado lo que pueda costar eso. ¿Quién piensa en esas tonterías? Sólo algún aguafiestas.

Por desgracia, hay aguafiestas; en concreto, unos investigadores españoles especialistas en economía del transporte, que han hecho cálculos muy sólidos sobre la base de los trayectos ya en explotación, y los han publicado en revistas nacionales y extranjeras. Lo que resulta es desastroso, igual que hace siglo y medio. El AVE Madrid-Sevilla escasamente cubre costes variables, y no recupera, por tanto, los de construcción de la línea. En el cálculo se han incluido las ventajas de velocidad y disminución de tráfico por carretera. Aun así, es una ruina. La carísima infraestructura la pagan los contribuyentes, no los usuarios; y todos los visos son que así será en el futuro. Nos encontramos con problemas parecidos a los de nuestros antepasados: seguimos siendo un país con poca densidad de población y hoy mayor dispersión de asentamiento que entonces. Salvo en contados trayectos, es más barato y racional el avión, que apenas exige infraestructuras; y para los trayectos donde el tren es rentable, el Talgo, utilizando la red ya existente, es mucho más barato y daría un servicio casi idéntico: por euro invertido, mucho mejor servicio.

Estamos a punto de gastarnos en la última "maravilla del progreso" lo que debiéramos dedicar a enseñanza y salud. Y se me ocurren dos preguntas. En primer lugar, ¿deben ser los contribuyentes los responsables de los errores de apreciación de los políticos? Y en segundo lugar, ¿es que nunca vamos a aprender de la Historia?

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.

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