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Columna
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Generación perdida

Las obras casi completas de Gertrude Stein, La generala, como la llamaba Ernest Hemingway que, a la sazón, disfrutaba de su amistad parisina tanto como disfrutaba de los martinis en La Coupole, se reducen a una frase: "lost generation", generación perdida. Sucedió que ella tenía un viejo Ford T, y que, un aciago día, quedó el vehículo quieto, mudo el motor, por lo que lo llevó a un garaje. El encargado del garaje los hizo esperar y provocó la ira de madame, que lo tachó de señor ridículo y poco serio. "Todos vosotros sois una generación perdida", debió de responder el patrón, para zanjar la cuestión. El patrón había hecho la guerra, la primera, y sabía a lo que se refería: a todos aquellos muchachos que perdieron su juventud en los barrizales y mataderos de Verdún. Muchos regresaron, pero nunca fueron los mismos. Traían el rostro desencajado y la mirada perdida.

La posguerra es una larga transición, una pensión barata para el alma, que sobrevive a base de comidas grasientas

Así se escribe la historia. Desde entonces se llama "generación perdida" a un grupo de jóvenes escritores y sus musas que probaron en París, lejos de su patria, de la dulce uva de la alegría. Y, a pesar de Stein y de Hemingway, creo que toda generación artística está, en sus inicios, perdida y desorientada, asombrada y ensombrecida por los miembros de las generaciones anteriores. Más, cuando un hecho no fortuito sino provocado ha alejado a aquellos miembros de sus lugares de origen, expulsándolos al exilio (bajo amenaza de muerte, no lo olvidemos), rompiendo así de forma brutal la comunicación necesaria para que, sin embargo, acaba por encontrarse, tarde o temprano.

Es lo que sucedió en la década de los 70 en el País Vasco, como bien ha estudiado Félix Maraña, autor del trabajo más interesante, a mi juicio, sobre dicha época y su proyección cultural. Veo una fotografía de la época. Ellos, los artistas, miran a la cámara como si estuviesen en vísperas de algo definitivo. Su sonrisa los delata, es la de quien sabe que está disfrutando de unos momentos únicos.

¿Qué tenían en común Chillida, Oteiza, Mendiburu, Iguiñez, Sistiaga, Basterretxea, por citar a algunos miembros conocidos y prominentes del grupo Gaur?

Venían de una noche larga de piedra y silencio, de un túnel, de un lugar sombrío por donde paseaba únicamente el caballo negro de la desolación; venían de una ardiente soledad, y querían asomarse, verse, conocerse, encontrarse. Generación perdida y encontrada, reencontrada; generación orgullosa y desafiante; generación en busca de su destino: César o nada, quizás.

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También hubo prosistas y poetas, porque no hay espacio que separe a la poesía de la prosa, como algún malintencionado pudiera desear. La poesía es un territorio fronterizo que limita al norte con la prosa; y la prosa, al sur con la poesía, que es el lugar al que van a parar bandadas de golondrinas, cigüeñas y mirlos. Porque el mundo no está repartido entre prosa y poesía. Ni todo es poesía, ni todo es prosa; afortunadamente.

Eran y son, porque sus nombres resuenan todavía en nuestras conciencias, con ese redoble ético: Blas de Otero, Gabriel Celaya, Ángela Figuera, Gabriel Aresti (¿por qué los mejores son quienes antes mueren?). Me los imagino en los primeros encuentros, viniendo cada uno por su lado, tímidos ellos, con un libro escondido en la cuenca de la mano, o en el bolsillo del abrigo, sin atreverse a mostrarlo, no por inseguridad sino por recato. La velada poética fue ciertamente frustrante, según comentan los pocos testigos que de aquellos sucesos quedan y sobreviven, más mal que bien, que la edad si perdona es por descuido. A la primera lectura de poemas asistieron unas quince personas contadas bondadosamente, representantes de la sociedad ausente, almas sensitivas, como acacias en flor. Luego, tras el desgrane de poemas y el efluvio de sentimientos, tras haber dejado atrás el eco de soledades pasadas en pensiones de mala fortuna y peor cocina, tras haber enmendado realidades con hilo de fantasía y trucado verdades en mentiras de ley -o sea, literatura-, pasaron toda la velada en el trasfondo de un figón, con el mantel ya sucio y la mente turbia pero alegre; hablando con fervor sobre palabras, esas malas y engañadoras mujeres, estafadoras por ser encantadoras, que trastocan el sentido de lo que tocan, que tergiversan cualquier certeza.

Toda generación perdida rinde sacrificio en algún altar. Los poetas, fueran escultores, pintores o letristas, dejaron su sangre en el de la inconformidad. Venían de un pasado antiguo y oscuro, y el presente les cegó, con su luz inmaculada. Repito sus nombres, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Ángela Figuera, Gabriel Aresti. Generación a la que tocó vivir en tiempos de ignominia.

Hace poco salió a la luz un libro, que era el catálogo de una exposición organizada por el Koldo Mitxelena. Se titula, en genérico, Disidencias otras. Poéticas y acciones artísticas en la transición política vasca (1972-1982). Más que afirmarlo, sugiero que lo que Fernando Golvano, comisario de la exposición (¿por qué será que la palabra comisario suena tan fea?), analiza y teoriza tiene mucho que ver con la década teorizada y analizada por Félix Maraña. Los puntos de partida de ambas generaciones, sin ser iguales, no dejan de ser similares. La posguerra es una larga transición, una pensión barata para el alma, que sobrevive a base de comidas grasientas, pesadas e insanas. Y eso que se llama -por eufemismo o pereza mental, que a veces es lo mismo- transición nunca es una meta.

Los que no conocieron la guerra, a no ser en el relato oral de sus padres, los que vivieron el mayo del 68 como si fuese una fiesta de cumpleaños, llegaron a los setenta tan vírgenes como nacieron en el amplio sentido de la palabra, inocentes tal vez. ¿Disidentes? Tal vez su disenso fuera jovial e irónico más que trágico. Fue una fiesta, como el París aquel de Hemingway y de madame Stein, en literatura y en los demás zaguanes del arte.

Leo nombres: Lecuona, Zulueta, Ruiz Balerdi, Mikel Lasa, Bernardo Atxaga, J. Sarrionandia, Zumeta, Jorge Aranguren, Carlos Aurtenetxe, y de nuevo Oteiza, Aresti...

Paralelas que se encuentran, leyes de la física que se rompen. Encontrarse y de nuevo perderse y no poder descubrirse. También ha sucedido. Y aquellos que las generaciones orillaron toman el sol a la orilla de todos los ríos.

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