Santa Caterina, más que una obra
Nos encontramos de nuevo ante una obra emblemática de la ciudad, otra obra en la que los diferentes agentes que la impulsan no se han conformado con una solución simplemente funcional, económica o rápida. Para que una edificación de estas características se promueva y se realice finalmente, deben coincidir una serie de voluntades. La de los poderes públicos, en primera instancia, recogiendo la necesidad de regeneración de un barrio y manteniendo después la voluntad de vencer las dificultades hasta el final. El talento de un arquitecto como Enric Miralles, sumado en este caso al tesón de su viuda, Benedetta Tagliabue, por preservar el legado artístico de su marido, tan generoso y exuberante. Y por último, la comprensión y paciencia de los vecinos y comerciantes del mercado, despojados durante seis años de su principal centro dinamizador, casi diría del alma del barrio.
Tras seis años de obras, hoy se inaugura el mercado de Santa Caterina, pieza clave de Ciutat Vella
En cierta ocasión, atraído como tantos otros por la espectacularidad de la estructura que se levantaba, visitó la obra el alcalde de Bolonia. Cuando le fuimos explicando la serie de obras que además del mercado se realizaban en el solar, desde el centro de recogida neumática de basuras a la preservación de ciertas estructuras arqueológicas, las viviendas para jubilados, el aparcamiento, gran parte de ellas bajo el nivel de las aguas y desmontando previamente los restos arqueológicos piedra a piedra, nos preguntó cuánto tiempo se empleaba en Barcelona para completar un proceso así en el centro histórico. Más bien compungidos, le respondimos que de cinco a seis años. El alcalde hizo una serie de exclamaciones y dijo que para él era inconcebible, puesto que un proceso de esta complejidad, en el centro histórico de su ciudad, teniendo que poner de acuerdo a los ciudadanos y a todos los agentes que intervienen, desde los arqueólogos a los comerciantes, políticos, técnicos etcétera, estaban tardando alrededor de 15 años.
En realidad, no es de extrañar. Exagerando un poco, es lo que nos espera en cierta medida en Ciutat Vella.
Enric Miralles dijo en una ocasión: "La arquitectura o es emoción o no es arquitectura". Con esta frase separaba la parte más genuinamente artística de la arquitectura de la simple edificación. Y cuando se pone por delante ante todo la expresión artística, irremediablemente pasan a segundo plano algunos condicionantes de la construcción, como son los costes de la obra y los plazos de ejecución. Nadie se pregunta hoy en día lo que costó levantar el Partenón o cuánto tiempo se empleó en ello. La obra habla por sí sola y sus beneficios acaban siendo inmedibles en términos económicos. A otra escala es lo que esperamos del mercado de Santa Caterina. Esa explosión de color en medio del barrio actuará como un foco de interés para los ciudadanos, fomentará el recorrido catedral-Museo Picasso pasando por el mercado, estructurará las actividades cívicas y comerciales en mejores condiciones que en la situación anterior, y así, una vez más, una obra de arquitectura no proyectada exclusivamente bajo parámetros de índole práctico funcionará mas allá de su programa funcional.
Como en toda obra, siempre resultan escasos los agradecimientos que se hacen a los trabajadores que la han hecho posible. En ésta especialmente. La arquitectura de Enric Miralles tiene, entre otras virtudes la de espolear los oficios, estimularlos y alejarlos del adocenamiento, de la solución fácil. Es necesario amar el oficio para plantarse ante los planos de este proyecto y no intentar prostituirlo de alguna manera para simplificar los procesos y disminuir los costes. Se hace necesario agudizar las capacidades de cada uno para idear el sistema de llevarlo a cabo.
Herreros, carpinteros, albañiles, técnicos y artesanos han demostrado día a día que trabajar en una obra singular es más gratifificante
que en cualquier otra, aunque el esfuerzo sea mayor, y es que en esta obra se ha experimentado con nuevas expresiones plásticas de materiales, se han realizado alardes de utilización de otros, se han aventurado sistemas de colocación de elementos estructurales y se han respetado vestigios del antiguo mercado confiriéndoles una dignidad perdida.
A la emoción de la arquitectura que promulgaba Enric Miralles deberemos añadir otra más perecedera, la que nos ha producido a los que hemos colaborado en el proceso de construcción en sí, a sabiendas, desgraciadamente, de que su autor no lograría contemplar realizada su obra. Una obra, en resumen, que incide en lo más profundo de la sensibilidad artística de Barcelona, una ciudad que, como tiene ya por tradición, sabrá apreciar la obra no sólo por sus formas, sino por su valor cívico y sentimental.
José Miguel Díez Bueno es aparejador del mercado de Santa Caterina.
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