Monarquía parlamentaria y estabilidad democrática
La felicitación a los príncipes de Asturias por el anuncio del nacimiento de su primer hijo tiene un doble pivote, personal e institucional, siempre presente, por lo demás, en todos sus actos y en su propia vida.
A la alegría de unos padres por su hijo futuro, se añade la satisfacción de buena parte de la ciudadanía por una continuidad que, en principio, refuerza la estabilidad del régimen o Estado democrático establecido en España desde 1978 bajo la forma de gobierno de una monarquía parlamentaria. Decía Montesquieu (nunca enterrado definitivamente, como cualquier buen clásico) que "cada nación tiene su ciencia", refiriéndose al hecho básico de que no existe ni ha existido nunca "la mejor forma de gobierno" como fórmula universal, sino que lo que importa de cualquier régimen -se llame como se llame- es que garantice la moderación entendida ésta como una articulación entre el poder de los gobernantes y la libertad de los gobernados, en beneficio siempre de la mayor autonomía de éstos, pues, si bien no existe el mejor gobierno (puede ser bueno, lo cual ya es bastante), sí existe el peor régimen: el del despotismo o dictadura, es decir, el de la ausencia de libertad de los ciudadanos. Y esa ausencia o pérdida de libertad se puede dar bajo cualquier forma de gobierno, incluso bajo la del gobierno de la mayoría, como también Tocqueville y la historia de los totalitarismos del siglo XX han demostrado.
La dicotomía ya no estaba en la forma de gobierno, sino entre democracia y dictadura
Por ello, y dado que la práctica política sigue haciendo válida la sentencia clásica de aquellos ilustrados de que la naturaleza humana tiende al abuso del poder siempre ("hasta la virtud necesita límites") y sólo puede ser parcialmente contrarrestado ese abuso por el juego de las instituciones y contrapesos políticos y sociales que preserven las garantías individuales, las sociedades desarrolladas aprendieron duramente en el siglo XX que la verdadera dicotomía para los ciudadanos no estaba ya en la discusión de una forma de gobierno (con independencia de la legítima inclinación de cada uno por unas u otras), sino en la polaridad entre democracia y dictadura, entre regímenes de libertad o regímenes de opresión. Y una y otra pueden desarrollarse tanto bajo regímenes monárquicos como republicanos. Así lo atestigua la historia de nuestro último siglo.
Y por eso, varios de los países desarrollados europeos, entre los que se cuenta España, en función de sus respectivas historias y coyunturas, se rigen por unas monarquías parlamentarias que preservan -en una suerte de "régimen mixto" que combina la estabilidad de la sucesión sin traumas ni luchas con la limitación estricta de poderes- los valores democráticos de la libertad e igualdad de los ciudadanos. Y, para cualquier opción de cambio, mientras la institución funciona de forma útil y proporciona un formidable símbolo de integración y arbitrio en el juego político, hay que preguntarse el qui prodest? consabido: los posibles cambios están contemplados desde la óptica del poder -grupos o personas que rivalizan por mayores cuotas de dominio- o desde la óptica de la libertad -mayores cuotas de libertad y de mejora de los ciudadanos-.
La experiencia de nuestra monarquía parlamentaria en estos 25 años ha venido fortaleciendo esa libertad y mejora que proporciona siempre la estabilidad y flexibilidad de nuestro Estado de las autonomías. Sea por ello muy bienvenido el primer hijo de los príncipes de Asturias, sea niño o niña (la reforma constitucional en este punto no debe ofrecer problemas ni dificultades si se cumplen las cautelas y límites constitucionales), y muchas felicidades a la Familia Real y a la gran mayoría de ciudadanos que nos alegramos del acontecimiento.
Carmen Iglesias es miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia.
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