Palabrería
Toda esa escandalera periodística por la entrevista en off de Zapatero y nuestro atribulado lehendakari en funciones produce, como poco, un ligero sonrojo. ¿Cuándo nos hemos enterado de lo que nuestros administradores públicos hablan en sus entrevistas? ¿A qué viene rasgarse las vestiduras cuando todos sabemos y decimos que de la boca de un político puede salir de todo menos verdad? Loros insinceros, los llamó Miguel Torga. ¿Quién se puede creer lo que dice un político educado en tediosos y tramposos cursillos de oratoria? ¿Alguien se iba a creer lo que manifestaran en multitudinaria rueda de prensa nuestro atribulado lehendakari y el señor Zapatero? Primero les llamamos mentirosos y luego les pedimos que nos mientan. Parece demasiado.
Quienes denuncian la falta de información tras la entrevista del pasado jueves quieren que se nos diga, de manera inmediata, de qué han hablado los interlocutores en las dos horas largas de su encuentro. El listo de la clase levanta su manita y exige a voz en cuello luz y taquígrafos. Suena bien lo de luz y taquígrafos en la era de Bush y de Internet, como a chiste de Martes y Trece. Las actas del Congreso son la apoteosis de la palabrería, como las del Senado o cualquier comisión institucional. Ni Ibarretxe ni el señor Zapatero podían recurrir en su entrevista más que a sus propias armas dialécticas, tenían que tirar, inevitablemente, de su palabrería. Porque, como políticos, no son básicamente más que palabreros. Palabrista era Borges, y sus palabras no fueron suficientes para que la Academia Sueca le otorgara el Nobel, cosa que sí logró un gran palabrero apellidado Churchill.
Qué manía con saber las palabras secretas que se dijeron nuestro atribulado lehendakari en funciones y el señor Zapatero. ¿Qué se iban a decir? Palabras, palabras, palabras. Los dos son hombres largos de palabras. Sin embargo, lo que menos interesa de un político es eso, las palabras. El político vive de ellas, de chulear la sintaxis y marear la perdiz del diccionario, pero quienes le juzgan -para absolverle o para condenarle- son los hechos. El político no es ni puede ser un hombre de palabra, sino bien al contrario. La palabra tomada y la palabra dada vienen a dar lo mismo, casi nada. Y en esa permanente vulneración de la palabra está, precisamente, su miseria y también su grandeza. Es el tema (otra vez Borges) del traidor y el héroe. Y en este país nuestro se me ocurre que sobran los héroes. Las palabras violadas hicieron que la transición desde el franquismo hacia la democracia no acabara en un baño de sangre.
Hacen falta políticos de raza (muchos se escandalizarán), esto es, violadores sonrientes de la palabra dada, jurada y perjurada. Y entre tanta entropía de embustes (lo primero que aprende un político es a engañarse a sí mismo) puede, si Dios quiere y el tiempo no lo impide, florecer un acuerdo de paz o una ley justa. Contemplo los dos tomos de una obra clásica del vetusto Instituto Gallach: Mil figuras de la historia. Un verdadero atajo de embusteros geniales.
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