La salud de los parientes
Una familia vizcaína ha llevado a la Diputación foral a los tribunales porque el niño que adoptó en un país extranjero tiene problemas de salud. Padece una discapacidad intelectual que se detectó a posteriori. Y al mismo tiempo cunde la alarma, según distintos estudios, ante la evidencia de que muchos niños adoptados padecen enfermedades ocultas.
¿Se puede reflexionar sobre este hecho? Parece que sí. Que es necesario. Y más necesario en este tiempo en que los niños han pasado a ser, por encima de cualquier otra cosa, el paliativo de carencias afectivas. En esto hay que ser claros: cuando uno siente una necesidad tiene derecho a exigir de sus proveedores buen servicio. Por ejemplo, si uno quiere un niño, quiere un niño en condiciones. ¿A quién le gusta la mercancía averiada? Pensábamos que con la legalización del aborto todo estaba resuelto y que los parques se iban a llenar de niñas y de niños guapísimos, pujantes, en la plenitud de la vida, tan listos, tan simpáticos. De hecho ya es así. De hecho ya no hay por la calle niños con síndrome de Down. Hay que reconocer que se trata de un gran avance: la media intelectual y estética de nuestra infancia se ha elevado algunos puntos. Pero la naturaleza, o lo que sea, nos juega malas pasadas. Ahora muchas parejas (es un decir: mucha gente, en realidad) no se ven en el dilema de autorizar o no la llegada al mundo de niños en perfecto estado de revista: sencillamente no pueden crearlos. Para resolver esta pequeño contratiempo existe la adopción.
Cuando el encargo se realiza mediante arduos trámites legales, en lugar de agradables trámites biológicos, la demanda del cliente resulta, si cabe, más legítima. La mercancía debe ser excelente, ya que el proceso de adquisición es largo, caro y complicado. Hoy los consumidores no quieren gato por liebre. Ya que uno acepta adquirir un niño, al menos que se halle en buenas condiciones. Todo progenitor percibe a su hijo como una íntima proyección de sí mismo, de modo que el secreto envanecimiento que se siente ante él debe regir este proceso. Por decirlo a la llana, uno no se puede envanecer de cualquier imbécil. Para ello se deben aplicar, en la filiación biológica o en la adoptiva, procesos de mejora, controles de calidad, aplicación de modelos de excelencia empresarial. Mucha EFQM, en suma. Lo injusto es pasar por ese larguísimo y carísimo proceso para acabar cargando con un disfuncional, de esos que dan problemas. Y uno no quiere problemas. Uno está aquí para disfrutar. Los hijos son un disfrute. De hecho, ya no son otra cosa. No se entendería, en otro caso, que todo el mundo clame para que le reconozcan el derecho a adoptar. Me temo que a tal derecho se incorpora el de elegir al adoptado.
Es lo mismo que pasa con los viejos, esos viejos que tienen el mal gusto de no morirse nunca, y pasan años y años acostados en la cama, con la cabeza perdida, delirando, entumeciéndose, encostrándose. También hemos encontrado una solución para eso: la eutanasia, de la cual existen notorios propagandistas. El apostolado de Sampedro (Ramón, no el otro) y de cineastas de moral primaria ha extendido la aprensión entre los viejos, temerosos de ser una carga para sus seres queridos. El caldo social les llevará a asumir cierto sentimiento de culpa. Y de responsabilidad. Pronto asistiremos a conversaciones donde se hable de "la cara" del abuelo, que no había previsto en los papeles su fulminante eliminación cuando vinieran mal dadas.
Hemos llegado a un punto de la historia en que la salud de los parientes resulta crucial. Un hijo tonto es una faena. Un viejo inválido, una murga. Nosotros apostamos por un mundo feliz, un mundo de gente autónoma, no sé, de esa que mueve las piernas por sí misma, de esa que se aguanta las ganas de cagar. Podríamos formular una máxima moral absolutamente progresista: que no nos joda las vacaciones en Mallorca un hijo tonto o un anciano senil. Claro que este diáfano criterio sólo tiene una falla, una falla que no afecta ni a los que ya se han ido ni a los que nunca vinieron: qué va a ser de nosotros.
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