El músculo solitario
Después de la voz el piano es el fetiche por excelencia de la música clásica. Desde su tamaño a su dificultad pasando por la actitud cuasi divina de algunos de sus intérpretes, el atractivo que ejerce para los públicos ha convertido en imagen de la gloria inmediata lo que durante mucho tiempo fue la única posibilidad de música casera. A menor conocimiento de lo inmediato más deseo de lo imposible. En el siglo XIX las damas encandiladas con Franz Liszt guardaban en sus escotes las colillas de los puros que el genio acababa de fumarse. Hoy se atesora el autógrafo firmado de mala gana. Pero detrás de la gloria hay muchas cosas. Para Don DeLillo, uno de los mejores novelistas vivos, autor de un par de novelas tan memorables como la inencontrable Libra o la gigantesca Submundo, el secreto está en la ecuación perfecta entre aislamiento y éxtasis. Para el pianista y teórico Charles Rosen las cosas son más simples pero también más complejas, pues responden al camino que va del aprendizaje al éxito o al fracaso. En Contrapunto -lástima que las fotos que lo acompañan sean tan malas pero demos gracias a Dios por la gran traducción de Ramón Buenaventura, que sigue el trabajo de años del inolvidable Gian Castelli-, DeLillo habla de dos pianistas -Glenn Gould y Thenolious Monk- y de alguien que quiso ser el primero, el novelista Thomas Benhard, en su novela El malogrado.
Para DeLillo la soledad es el origen y el final, un final demasiado parecido a la locura como para que alguien piense que vale la pena seguir el camino de perfección que, con enorme lucidez, propone Rosen en El piano: notas y vivencias -igualmente excelente la traducción de Luis Gago y la edición, con unos pulquérrimos ejemplos musicales-. Pero es que las figuras que expone DeLillo son tremendas, huyen siempre. Gould refugiado en esos discos que para Rosen son sólo una ilusión producida en dieciséis tomas diferentes. Monk -a quien el novelista compara con Pollock- bloqueado en el escenario mientras murmura que sabe lo que hace. Los dos -con la dureza añadida de un Bernhard que pide la aniquilación post mortem- representan la figura maligna del solitario que, sin embargo, enorgullece a sus contemporáneos, le sean semejantes o no, hasta el punto de que, en el caso de Gould, envían sus grabaciones en un satélite -el Voyager- lanzado a una estratosfera que los ignora pero a la que se le pide un respeto por las obras del ser humano. Aquellos que quisieron su propio mundo reducido a la mínima expresión de un cerebro torturado vuelan en el espacio para nadie.
Mientras DeLillo se fija en el artista remoto, Rosen explica al artista cercano, disecciona el drama de su formación, muestra cuánto hay que hacer para que una nota esté en su sitio, y lo hace con un sentido muy claro del valor de su discurso: "Naturalmente creo que mi propia opinión es la única sensata", dice. Dedica el libro a sus maestros, Hedwig Kanner y Moritz Rosenthal, pero se burla de los malos profesores, de los que se asustan del genio en agraz porque no entienden nada aunque crean que lo saben todo. Incluyendo en ello las clases magistrales, tantas veces verdaderas sesiones de humillación inútil para el incauto que se deja. O los concursos en los que los profesores que forman parte del jurado defienden a sus discípulos sólo por serlo mientras se olvidan de quien propuso algo insólito pero falló un par de notas. Cuántos ganadores beben lo que Borges llamó el licor del olvido mientras otros se recluyeron en un monasterio, quién sabe si por no acabar muertos en un accidente de aviación como un par de colegas. Insiste también en algo que los públicos olvidan con frecuencia: el cuerpo. Para un pianista la forma física corre paralela a la comprensión y al concepto. Sin músculo no hay sonido y los dedos son sólo el final del mecanismo corporal. El lector se pregunta, así, qué fue de Horacio Gutiérrez, aquel cubano estupendo pero con tendencia bien marcada a la obesidad, y si le cuentan que Martha Argerich está encantada de haber perdido quince kilos comprende que no era sólo una cuestión de estética.
Lo que une a DeLillo y a Ro-
sen es su aceptación del momento como única realidad válida. Gould en el estudio de grabación aislaba su instante como cualquier pianista por bueno o por malo que sea debe hacerlo en público por fuerza o de grado. No hay vuelta atrás y por eso se exige un piano nuevo o, como hacía Rubinstein, se echa resina o laca para el pelo en las teclas para que los dedos no resbalen. Todo hay que tenerlo en cuenta, todo vale para que el virtuoso no se amostace como le sucedía al propio Rubinstein a la hora de escuchar a sus colegas: "Si tocan mal, me siento fatal; si tocan bien, me siento peor". Como la vida misma, pues, en el fondo, son seres humanos que "debieran tocar sólo la música que aman". El pianista debe emplearse para el público como si lo hiciera para sí mismo, y al mismo tiempo, y por eso, actuar, ser un actor consciente de sus recursos y usarlos en la medida de sus necesidades expresivas, aunque a veces, como los malos toreros, lo haga para llegar con más rapidez al remate del aplauso fácil. La diferencia, dice Rosen, está en la intensidad de la escucha. Y ello nos lleva a una conclusión que es la misma que llega al lector al terminar su libro: si no se habrá escrito para el oyente bajo la apariencia de un razonable manual de instrucciones para pianistas en formación, un recordatorio de que bajo las teclas hay demasiadas cosas como para no tomarlas verdaderamente en serio. Es la lucha del perfeccionismo con la inteligencia, de la técnica con la cultura. Cuando una de las dos falla, el conjunto se resiente. Y eso tiene también que ver con el volátil pero definitivo método de juicio: la emoción.
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